A pesar de la contundente denuncia del Parlamento Europeo, Francia se niega a echar marcha atrás a las expulsiones de grupos de gitanos que, como europeos, se les ha negado su derecho a la libre circulación

el Parlamento Europeo rechazó ayer en términos muy contundentes la política de expulsión de gitanos rumanos y búlgaros de territorio francés impuesta por Nicolas Sarkozy y de paso, terminó criticando con inusitada dureza a la Comisión Europea por no haber sido capaz de alzar su voz en contra de estas deportaciones. La enorme influencia de Francia sobre las decisiones comunitarias y la sempiterna incapacidad de las instituciones comunitarias para adoptar con agilidad sus deliberaciones -la comisaria de Justicia, Derechos Fundamentales y Ciudadanía, Viviane Reding, sólo se ha manifestado para decir que no tiene todos los datos para pronunciarse- han vuelto a generar una nueva crisis institucional en Europa, máxime cuando son también europeas las personas a las que se les han negado su derecho a la libre circulación. Además, el propio gobierno galo ya ha declarado su intención de proseguir con las expulsiones, desafiando así la decisión de la Eurocámara y poniendo en tela de juicio su capacidad de actuación. El hecho de que estos grupos de gitanos pertenezcan a la UE aporta sin duda una mirada diferente al debate de las expulsiones. Sin embargo, este método hace años que se viene llevándose a cabo con ciudadanos extracomunitarios ante una opinión pública cada vez más apática con estas cuestiones; en el caso del Estado español, se trata de población subsahariana que entra en el territorio de forma clandestina. Pero por encima de razas y confesiones, en el fondo del debate subyace el factor económico, lo que convierte a una serie de personas en ciudadanos de primera o de segunda. El Parlamento de Estrasburgo lo planteó ayer en estos términos al argumentar que "la falta de medios económicos no justifica de ninguna manera las expulsiones automáticas de ciudadanos europeos". La población gitana, con toda su complejidad, debería preocupar a las instituciones europeas para que esta etnia no arrastre los niveles de marginalidad que históricamente le han marcado. Es la única apuesta seria que podría resolver la situación de diez millones de personas en Europa. Mientras, la capacidad de la UE de imponer decisiones supranacionales -tan efectiva otras veces- y la propia credibilidad comunitaria quedan muy tocadas en este capítulo.