el arranque de curso está asociado, para muchos cuarentones, a aquella artesana labor de proteger las tapas de los recién adquiridos libros de texto con un moderno adhesivo transparente que sustituyó al clásico forro de plástico sujeto con celo y que era extendido con suma minuciosidad para que no se formaran pliegues. Era un ritual que ilustraba el respeto por los títulos nuevos -entonces no sometidos al tráfico del servicio de préstamo de libros de texto- que se firmaban meticulosamente en la primera página en blanco y, una vez iniciado el maratón lectivo, se llenaban de inocentes graffitis en los márgenes de todas las demás. Pero también simbolizaba el tránsito del verano a la vida normal y la curiosidad -y hasta la inquietud- por todo un mundo por descubrir que nos esperaba en el nuevo curso, aunque fuera para bien y no necesariamente dentro de las paredes de las aulas. Ahora, en cambio, la vuelta al tajo se vincula con el síndrome postvacacional, algo que, muy lejos de cualquier diagnóstico psiquiátrico serio, parece tener más relación con monsergas de quienes buscan motivos de queja tanto en el calor que pega en verano como en el frío que rasca en invierno, que son diestros en el manejo de los días libres estratégicamente colocados, expertos en improvisar bajas tácticas y avezados en la contabilidad de los minutos trabajados. El final de las vacaciones es más bien un pretexto para justificar esa especie de ansiedad que en realidad encierran todo el año. Un consejo como terapia: empapelen libros nuevos con forro autoadhesivo. A veces funciona.
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