Ya está ahí cerca, inexorable, castigador, duro y, en ocasiones, irremontable. Septiembre es un mes canalla para los bolsillos y un azote para la moral. Empieza el curso, los libros cuestan un riñón y parte del hígado, hace falta ropa y calzado para los niños y se incrementan los recibos. Todo después de un verano en el que nos hemos quedado más limpios de lo habitual, pues teníamos menos cartera para afrontarlo. Encima, si tienes la suerte de trabajar y recién te incorporas, es inevitable sentirse egoístamente deprimido (actitud injusta, pues muchos que están en el paro desearían ponerse en tu sitio).
Se habla de la cuesta de enero, pero si comparamos con septiembre, no es más que un repecho que te haces en un paseo. Y sobre todo este septiembre que promete ser crítico. La soga política y económica que nos ahoga va a dar un giro más alrededor de nuestro cuello y nos va a dejar inconscientes a buen seguro. El panorama no es halagüeño. Muchos contratos de temporada finalizan y el brote verde se va a secar de nuevo. Los músicos de la banda política desafinan que es un horror y los sindicatos andan gloriosamente revolucionados (ya era hora): la movida del final del mes amenaza con ser de las gordas.
No será un buen mes para ser feliz, para disfrutar. Tocará pelear, insistir en la lucha y radicalizarse. Tocará decirle al sordo que manda que ya está bien. Lo que es menester es que nos escuche de una vez por todas.