decidido, me tomo el día libre y me marcho a la playa. Después de un par de semanas de vacaciones, en un sitio en el que tampoco había playa por cierto, estoy hasta la coronilla de esta Vitoria semidesértica en la que parece que todo se para de Fiestas a esta parte. Después de un martes de treinta y tantos grados a la sombra no aguanto más y me voy hacia el mar, a ver si las olas me refrescan un poco el cerebro y me lavan esta sensación de hastío que nos embarga a los vitorianos en la segunda mitad de agosto. Creo que a todos los de interior nos pasa un poco lo mismo en verano. Y eso que aquí tenemos piscinas de primer nivel y hasta un pantano habilitado con cantos rodados y algún bar a modo de chiringuito gaditano en el que poder disimular un poco. Pero no es lo mismo. El otro día me decía mi hijo que no me preocupe más, que enseguida el cambio climático arreglará las cosas y nos traerá el mar hasta Lakua. Siempre me asombro con la capacidad que tienen los críos para sacarle punta al lápiz más romo. Piden una play station de última generación pero mientras la consiguen -que a insistentes y tenaces no les gana nadie- se conforman con un par de palos para disfrutar en plena Guerra de las Galaxias. La moraleja de este cuento es que para disfrutar no es tan importante el entorno exterior como el espíritu interior. Debería aprender de mi hijo y sacarle partido a la cuasi cerrada Vitoria sin echar de menos parajes caribeños, Laga o la mismísima Concha de Donosti. Así debería ser... pero me largo a la playa.
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