SEGÚN augura nuestro familiar oráculo de Delfos -el barómetro del CIS-, el tercer problema que soporta este país es su clase política, precedido del paro y de la crisis económica. Dicho así, un esperanzado ciudadano podría afirmar que el balance no es malo de suyo, dado que si esa tercera medalla (bronce) es para los políticos, quiere decirse que no estamos bajo la amenaza de otras lacras de mayor calado como el terrorismo o la inseguridad ciudadana.
Con todo, me sigue resultando bastante contradictorio que la clase política, puesta por nosotros en sus respectivos cargos de responsabilidad, al objeto de resolver todas esas contingencias que anuncia el CIS, sea uno de los problemas en vez de ser la solución. Así las cosas, no es de extrañar que la desafección ciudadana cunda como el kalimotxo en las fiestas del barrio.
Cada vez más se extiende la sensación de encontrarnos ante una casta privilegiada alejada de la realidad cotidiana. "Todos los partidos son iguales" o "La política me interesa poco o nada" suele soltar con desdén el desprevenido ciudadano al que le endosan una alcachofa a pie de calle (la opinión de un parado de larga duración sería aquí algo irreproducible).
Para situarnos en esta jungla de siglas, de promesas y soluciones estupendas, infectada de acechantes felinos a la caza del voto durante la veda de la campaña electoral, conviene tener algunos puntos claros. Veamos, según dice la Constitución, los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental de participación política.
Ahora bien, ¿cumplen los partidos con lo que señala la Carta Magna? Si lo que se pretende es alimentar la ilusión de que éstos son la voz de los ciudadanos, podríamos decir que sí. Pero si uno se detiene a escuchar la perorata diaria sobre lo que dicta el Gobierno y lo que le replica la oposición -al menos entre los dos grandes partidos-, la respuesta es que no hay mucho que celebrar, ya que estos grupos, más que representar a la ciudadanía, no hacen sino manifestar su permanente obcecación por la gobernabilidad (el poder, en Román paladino).
Es evidente que la animadversión hacia la clase política se solapa con la crisis y el paro, éstos no son más que vasos comunicantes de una situación determinada en un momento delicado. Pero la cuestión es que el ciudadano de a pie siente y padece una absoluta indefensión cuando debe confiar en unos supuestos servidores del Estado cuyo principal cometido, dentro del más puro cainismo, reside en el descrédito al contrario. Al final, como señalaba Chomsky, los partidos políticos no representan a nadie más que a su propio grupo, y utilizan la lógica de las elecciones como herramienta de legitimación.
No hay más que recrearse en el calendario veraniego de este año, por ejemplo en la discordia sobre las corridas de toros, lo que llevó al señor Rajoy a aprovechar la ocasión para evocar, una vez más, la ruptura de España. Dicho así, la solución de este país va a consistir en un gigantesco tubo de Loctite. Con la prohibición de los toros, no se le ocurre al jefe de la oposición mejor iniciativa que encabezar la carga de la derecha española contra Cataluña, en vez de hacerlo contra los antitaurinos, venteando, más todavía, las llamas entre antiespañolistas y anticatalanistas, algo muy poco aconsejable para un aspirante a la Moncloa.
En el Estado de la nación, dada la incapacidad para ofrecer al hemiciclo y a la opinión pública una alternativa creíble ante la grave crisis económica, el señor Rajoy se refugia en el espejismo de que el presidente Zapatero está acabado y que sólo es preciso empujarle al precipicio de las próximas elecciones (es significativa la valoración de los ciudadanos por su especie política: la de Zapatero es de suspenso, pero lo bueno es que Rajoy -que tiene la victoria electoral en sus manos- no la supera, ¿cómo se les queda el cuerpo?). Entre tanto, Zapatero sigue fiel a sí mismo, sin una idea concreta en la cabeza, pero con una decisión firme de eternizarse en el puente de mando hasta que advenga un futuro mejor, el de la soñada recuperación económica, como si ésta fuera a ser propulsada por una suerte de Deus ex machina.
Lo cierto es que la democracia interna -al menos en las grandes formaciones políticas- es débil. La dinámica de estos mastodontes burocratizados tiende más a frenar que a estimular la participación. En realidad, operan mucho más como agencia de colocación de una profesión llamada política que como canal de discusión y de acción abiertos a la ciudadanía. Al mismo tiempo, los sistemas de escalafón suelen ser rígidos, con efectos perversos, tanto que muchos militantes llegan a la cima de su carrera política sin otra experiencia profesional que la vida de partido. La corrupción, sobre todo en los últimos tiempos, ha sido uno de los mayores descalabros de su prestigio como formaciones de servicio público y la consiguiente pérdida de confianza por parte de la ciudadanía, sobre todo en un momento crítico, cuando la pesadilla de casi cinco millones de parados sobrevuela nuestra resentida geografía. Siempre se habla de la necesidad de una reforma a fondo, pero nadie la emprende. Y lo peor es que buena parte del problema radica en la inoperancia o el abandono de los propios ciudadanos, que lo toleran o que menosprecian el poder de las urnas. A veces nos comportamos como electores demediados que vemos a los políticos desde la barrera, que no queremos saber de ellos ni participar de fórmulas que tiendan a mejorar la situación.
Los partidos son quizá la única herencia del leninismo que ha sobrevivido a la caída del muro de Berlín, pero mientras no exista otro modo de participación democrática en la gobernabilidad de un país, habrá que funcionar con ellos. Eso sí, sería bueno que hubiera algunas mejoras al respecto, pongamos por caso ciertos cambios en la ley electoral tendentes a desburocratizar la maquinaria política, transparencia en la financiación y la intervención fulminante de la fiscalía en los casos de corrupción. La imagen de la honradez debe llegar a la ciudadanía por méritos propios, no por medio de costosas campañas propagandísticas. Y respecto a la salida de la crisis, cualquiera sabe que la solución del problema pasa irremediablemente por un liderazgo conciliador, en el que el Gobierno prescinda de esa imagen de autosuficiencia, de que todo lo sabe, y la oposición de dejar a un lado la idea obsesiva de rentabilizar en intención de votos los desastres de la economía. Hay que hablar con serenidad de todo esto, sin revanchismo, por una política de concertación, con aptitudes constructivas, al menos en momentos de profundas fisuras económicas y laborales. Luego, ya tendremos tiempo para toros y chanzas.