EN la obra de Maquiavelo, considerada paradigma del relativismo moral del Renacimiento, figura un principio de conducta que, a pesar de ser rechazado y condenado por todos los mitineros y predicadores que protegen sus debilidades detrás del pensamiento correcto, constituye la práctica más habitual entre los políticos de todas las ideologías y entre todos aquellos que ejercen cierta cuota de poder. "Si el hecho te acusa -clamaba el florentino-, que el éxito te exculpe". Y a ese espeluznante consejo se atenían Bush, Blair y Aznar -el trío de las Azores- cuando iniciaron por su cuenta y riesgo la carnicería de Irak. Ellos sabían que aquella guerra era ilegal, que estaba basada en mentiras urdidas en el Pentágono y que iba a causar una verdadera tragedia para el pueblo iraquí. Pero creían en la victoria, y por eso estaban seguros de que, frente a los hechos acusadores, llegarían las exculpaciones en forma de petróleo barato, reconstrucciones billonarias y la reactivación de la industria armamentística.
El presidente Bush nunca engañó a nadie, y bien claro dejó que el que no estuviese en la operación tampoco iba a tener plaza en el reparto del botín. Pero la que mejor lo dijo fue la ministra Ana de Palacio, que celebró obscenamente su hazaña con todos los españoles: "ayer hemos iniciado el ataque y hoy ya bajó el petróleo". El barril de crudo se vendía aquel día a 24 dólares, y la señora De Palacio estaba segura de que los españoles le íbamos a perdonar la masacre cuando empezasen a arribar a Cartagena docenas de petroleros cargados de crudo tirado de precio, o cuando las grandes empresas de la construcción empezasen a trabajar en Irak al servicio de Rumsfeld, que concebía la economía de guerra como una monumental tela de Penélope: los militares destejen de noche y las grandes constructoras tejen de día.
Pero el plan fracasó. Y, echando mano otra vez de Maquiavelo, aunque volviendo su propuesta del revés, cuando los hechos acusan, el fracaso condena de forma irremisible, y obliga en justicia a exigir todas las responsabilidades. Y, puesto que en España parece haber tanta gente dispuesta a resolver la historia delante de los juzgados, no vendría nada mal dejar a un lado los delincuentes menores o los delincuentes muertos y hacer un ensayo de justicia internacional generalizada con el trío de las Azores y con aquel palanganero llamado Durâo Barroso, que no atreviéndose a poner la firma en el documento de coalición, consintió en hacer de camarero y pasarle la cuenta a los ciudadanos portugueses.
El próximo 31 de agosto se consumará oficialmente, por decisión de Barack Obama, la oprobiosa derrota de Irak. La fanfarrona coalición de las Azores y sus acomplejados acólitos no consiguieron ni uno solo de los objetivos que se habían propuesto y, después de causar un millón de muertos, tres millones de desplazados, destruir un Estado y sumir en la miseria a un país entero, dejamos allí guerra, terrorismo, fundamentalismo, una dictadura apenas disimulada y todo el Medio Oriente convertido en un polvorín. Y oprobiosa porque así se debe calificar un conflicto que se inició sin declaración de guerra, urdiendo mentiras gruesas y criminales, burlando a la ONU, y enseñando -con la vengativa ejecución de Sadam Hussein, las torturas de Abu Ghraib, la corrupción de las contratas de reconstrucción, el latrocinio de museos y de petróleo y todo lo que denuncian las filtraciones de Wikileaks- la peor y la más tópica de las caras del imperialismo occidental.
Tras la alocada orden de ataque de Bush -que sólo pensaba en remilitarizar el mundo, dolarizar el Medio Oriente, controlar el petróleo, recuperar para EEUU la condición de gendarme internacional y ponerle fin al sueño europeo-, le toca ahora a Obama la triste misión de reconocer el desastre, ordenar la retirada y entonar el mea maxima culpa.
Y por eso sería un error muy grave e injusto que, habiendo tragado con el trío de las Azores y con todos los yuppies y cracks de la nueva economía cuyo cerebro alumbró la idea de algo había que hacer para desagraviar al pueblo de Nueva York, le trasladásemos al primer negro de la Casa Blanca los costes de un conflicto criminal y fracasado que debería avergonzar y estigmatizar a los que colaboraron por acción u omisión y a los órganos de opinión que avalaron la idea de un escarmiento.
Por eso es necesario que interpretemos el segundo fin de la guerra -el primero ya lo celebró Bush hace siete años- en sus términos más crudos y desgarradores. Y para eso hay que asimilar que todos los ejércitos que fueron allí -también el español- participaron en una aventura imperialista de la peor calaña; que todos fueron derrotados; que carecemos de modelos de intervención y pacificación que sean aplicables al mundo actual; que no tenemos nada que hacer -ni autoridad moral para intentarlo- frente a situaciones como la de Pakistán e Irán; y que tampoco tenemos hoja de ruta para restaurar la maltrecha ONU y reiniciar el proceso de construcción de una política internacional pluralista y de inspiración democrática. Lejos de aplicar los principios esenciales de la información, tanto los gobiernos como los grandes medios de comunicación de Europa y América, comprometidos con la ideología y la visión del mundo que declaró dos guerras a tontas y a locas, y busca con ahínco la tercera, han aplicado la técnica del storytelling, una forma de sustituir la realidad por los cuentos que el teórico Christian Salmon definió como arma de distracción masiva.
Y por eso hemos cambiado la visión de una coalición invasora que -en expresión de Clausewitz- iba a "continuar la política por otros medios", por una virtuosa operación de restauración democrática -¡vaya burla!- que vertió más sangre civil que la crudelérrima guerra que enfrentó a Irak e Irán bajo la asesoría del Pentágono. Y esa es también la razón por la que, sabiendo lo que hay, y qué andamos haciendo por ahí, seguimos consintiendo el sermoneo de los ministros de Defensa -primero Trillo, después Bono y ahora Chacón- a los que sólo le falta armar a los soldados con biberones y vestir a los generales de Hermanitas de la Caridad.
Pero Obama, queriendo o sin querer, acaba de hacer evidente que la de Irak fue una guerra cruel y despiadada que se ha perdido en todos los frentes. Y, aunque la lejanía minimice la tragedia, sería suicida no anotar esta derrota en la historia común de Occidente.