CASI todo el mundo conoce la historia según la cual una conocida marca de bebidas carbónicas incrustaba imágenes -invisibles para nuestro cerebro consciente- de uno de sus productos en películas comerciales. Pretendían conseguir que las personas que habían asistido a la sesión cinematográfica sintieran la impulsiva necesidad de consumir el refresco como si se tratara de dependientes sufriendo un síndrome de abstinencia por narcóticos. Existen dudas sobre cómo se realizó el experimento pero, a tenor de lo que confesó el investigador, parece evidente que los resultados se falsearon. Los estudios científicos realizados en los años posteriores demostraron que esquivar los umbrales de percepción de esa manera para influir en el subconsciente carecía de utilidad. El estímulo no era percibido y, si lo era, no influía en la conducta. A pesar de todo, la leyenda urbana sigue circulando después de medio siglo.
Este mito parece ser el gran reto de la publicidad: entrar de puntillas en nuestra mente para seducirnos y conseguir que actuemos en contra de nuestra voluntad. Sin embargo, los escasos resultados de esa forma de publicidad subliminal han obligado a la industria del consumo a buscar nuevos métodos que hagan decantarse al público por sus productos y, así, dar brillo a su cuenta de resultados. Se hace imprescindible encontrar las razones que impulsan la elección de una marca y no de otra con las mismas características. Para descubrirlas, el marketing parece haber encontrado la alianza ideal: apoyarse en las neurociencias.
Aprovechando sus conocimientos sobre la interacción del cerebro con los objetos que le rodean, se pueden diseñar estrategias de promoción tan irresistibles que conviertan en verdadera la leyenda del impulso a consumir la bebida refrescante al salir del cine. En lugar de realizar tediosas encuestas con respuestas cargadas de subjetividad para conocer la opinión sobre un producto, se analizarán las reacciones -objetivas- de la mente ante él. La disciplina se denomina neuromarketing y aunque cuenta con menos de una década de vida se difunde rápidamente tanto en el mundo comercial como en el político.
La idea no es novedosa. Aunque carente de la pátina de modernidad científica, la esperpéntica máquina de la verdad se basaba en un principio similar. Mediante la medición de algunas variables biológicas pretendía hacernos creer que descubría si una persona decía la verdad o mentía. El polígrafo llegó al ridículo en su versión televisiva, pero durante un tiempo fue considerado, en algunos ámbitos, una prueba fehaciente de veracidad, llegando incluso a alcanzar esferas judiciales. Tras su caída en el olvido era imprescindible encontrar un medio fidedigno que midiera las emociones de las personas.
La nueva técnica se basa en interpretar la respuesta cerebral ante determinados estímulos sensoriales y, de esta manera, conocer los mecanismos neuronales que sostienen las decisiones de compra -o de otro tipo- con el objeto de mejorar las estrategias comerciales.
La prueba estrella del neuromarketing es la resonancia magnética funcional. Contrariamente a las imágenes estáticas que ofrece la resonancia magnética tradicional -la que se utiliza para conocer las causas de una ciática o el grado de rotura de un menisco- la funcional ofrece unas atractivas imágenes dinámicas, en las que los diferentes colores señalan áreas cerebrales que responden con distinta actividad metabólica según el estímulo recibido. Esas zonas del cerebro se correlacionan con determinadas funciones y a partir de esos datos se infiere un resultado que, supuestamente, indica cuál ha sido la respuesta emocional. Una vez conocida, sólo resta utilizar el estímulo adecuado para provocar que la respuesta emocional se transforme en decisión.
Los grupos que defienden la validez del neuromarketing sostienen que la decisión de compra puede condicionarse eligiendo un mensaje acertado, pero el camino inverso también se está recorriendo. Las pruebas funcionales están superando el mundo comercial para entrar en el judicial y ya se pretende modificar el sentido de una sentencia demostrando que un acto se realizó como fruto de un impulso inconsciente. Dos jueces estadounidenses acaban de rechazar pruebas basadas en estudios de resonancia funcional por el escaso conocimiento que se tiene sobre la técnica y las dificultades inherentes a la interpretación de los resultados. La puerta continúa abierta y nadie sabe si en el futuro será necesario acreditar la veracidad de nuestro testimonio mediante la realización de una resonancia detectora de mentiras.
Aunque lo más preocupante no es la utilización comercial o judicial de esos conocimientos. Una técnica tan invasiva para nuestra intimidad puede aplicarse en un terreno mucho más resbaladizo: el ideológico. Una herramienta tan apetitosa sería deseada por partidos políticos, gobiernos y por cualquier grupo de presión interesado en erigirse en controlador masivo de voluntades. Así, mediante mensajes no explícitos, ejercería esta modernizada forma de control social.
Entre los controlados, el grupo social más vulnerable sería la juventud, que se ha convertido en un objetivo prioritario de la publicidad por su precoz e intensa capacidad de consumo y el escaso desarrollo de pensamiento crítico que evite la manipulación psicológica. Si las neurociencias consiguen descifrar los secretos del pensamiento, la utilización de sus hallazgos para modelar la voluntad generaría un grave dilema sobre su legitimidad. ¿Se utilizaría para conocer sus intereses o los hallazgos servirían para manipular su libertad?
Ninguno de esos riesgos invalida la metodología. No parece razonable obstaculizar las investigaciones por el mal uso que se haga de los resultados. Frente a esas facetas negativas, conocer los mecanismos que modulan nuestras emociones podría ayudar a contrarrestar los deletéreos efectos de otro tipo de campañas publicitarias, como las promovidas por las tabaqueras, que, seguramente, ya dispondrán de departamentos de marketing neurológico. Lo que produce inquietud es que las personas dedicadas a las neurociencias se pongan al servicio del marketing y la publicidad y traten de desvelar los entresijos del funcionamiento de la mente humana, para que se consiga leer nuestro pensamiento y así, restarnos un poquito de nuestra libertad entregándosela a unos intereses comerciales o políticos que harán que compremos más -innecesariamente- o que -involuntariamente- optemos por unas determinadas siglas.
Todavía no existen estudios concluyentes que confirmen sus hipótesis y la validez del método continúa en entredicho. Particularmente me muestro escéptico y pienso que la técnica no llegará a acumular pruebas que demuestren una correlación estrecha entre imágenes funcionales y emociones. No parece que la conducta humana tenga un sustrato anátomo-funcional tan claro o que exista una relación de causalidad universal entre la actividad cerebral y el sentimiento que se está produciendo en ese momento. Las funciones cerebrales no siempre están localizadas en regiones anatómicas concretas sino que están supeditadas a las relaciones entre redes neuronales. Si me equivoco, nuestra libertad de conciencia y, sobre todo, nuestra privacidad estarían en peligro frente a esta dictadura de lo subliminal, una analogía a las telepantallas que utilizaba la policía del pensamiento descrita por Orwell en su novela 1984.