dURANTE los siglos XVI y XVII, la prensa anglosajona describía a los españoles como seres que se mostraban excepcionalmente crueles, intolerantes, tiránicos, oscurantistas, vagos, fanáticos, avariciosos, a la vez que traicioneros. Este es el origen de la Leyenda Negra, de cuya descalificación, como decía Julián Marías, ni el futuro español se salvó. Por mucho que los defensores patrios afirmen que no constituye un punto de vista legítimo o justificable, debido a la rivalidad europea del momento, las valoraciones anglosajonas no fueron del todo desacertadas. Felipe II, máximo representante del absolutismo tiránico de la Leyenda se mostró monstruoso respecto a los métodos utilizados (esclavitud y represión) para la conquista e implantación de la fe, en el Nuevo Mundo, o por la ferocidad empleada por defender las plazas en Flandes. Monstruosos en la misma medida que los utilizó, obsesiva e irracionalmente, en su defensa de la jerarquía católica (recordar que en esa época estaba en su máximo apogeo la lucha entre la Reforma de Lutero y la Contrarreforma del Concilio de Trento).

El fanatismo despótico del rey prudente no dudó en emplear a la Santa Inquisición y sus procedimientos (Autos de Fe, torturas, ejecuciones públicas, expulsiones en busca de la pureza de sangre?), para mantener la ortodoxia católica, en un mundo que avanzaba por otros derroteros reformistas. Quizá, como nos sugiere F. Ayala, es el comienzo real de la ruptura de España con la Europa más progresista, donde ya se oían voces que abogaban al Estado para que se ocupase del bienestar de sus conciudadanos, que no súbditos, aun a costa de permitir la herejía. Tolerancia a cambio de paz social, como resumían Hobbes y Bodino. Sabemos que la historia la escriben los vencedores, y a través de esa impunidad mantienen el absurdo regusto de la eternidad, refugiándose en la perennidad que les brinda su leyenda. Parece como si alimentasen al pueblo con el producto de los lotófagos (pueblo mítico que se nutre del loto, alimento que provoca la pérdida de la memoria). Debemos recuperar la depauperada dignidad de la Historia, y ello, nada más, que, porque el pasado es imposible de inventar, los hechos están ahí, han sucedido y son verdaderos, y quienes los han llevado a cabo, tienen que ser responsables de ellos. Por eso sorprende que cuatro siglos más tarde el eco de la Leyenda Negra de los Austrias se mimetizase, salvo por los adelantos técnicos y materiales, en el régimen franquista. Aunque existe una diferencia de bulto: la monarquía absolutista de los Austrias, aunque atroz, era legítima, el Movimiento nacional-católico levantado por Franco, era y es (por mucho que se empeñen los lotófagos del presente) ilegítimo.

El diálogo que sostenemos con la historia nos trae a la memoria el ejercicio de crueldad, el obscurantismo y la tiranía política de ambos regímenes. Su comportamiento, alejado de cualquier rasgo de humanidad con los derrotados o los críticos de sus métodos, sufrieron el escarmiento del poder hasta el límite de la muerte. La doctrina absolutista no iba a permitir la heterogeneidad de las religiones e ideas, al igual que el totalitarismo franquista no permitió la homogeneidad de las clases. Para salvaguardar el poder, optaron por lo que mejor se les ha dado a los tiranos: despreciar, oprimir y someter; ambos se basaban en la brutalidad como medio justificado por el fin, superando incluso a un inocente Maquiavelo. Unos apagaron las revueltas de los Comuneros y de las Germanías y las conquistas de otros reinos, como el de Navarra en 1512, incipientes focos de protesta contra el invasor y la unión impuesta a fuego. Los otros abortaron el recorrido de la República del 31; de no haberse producido la sublevación militar, los ciudadanos hubieran seguido siendo titulares de una serie de derechos fundamentales ya reconocidos constitucionalmente, pero que se convirtieron, tras la guerra fratricida, en una acumulación de poder y su ejercicio absoluto, por parte del nuevo dictador. Si alguien del siglo XVI, hubiera llegado a la época del franquismo, como en la película de Jean Marie Poiré Los visitantes, no se sorprendería por los métodos represivos utilizados para sostener el poder, a cualquier coste. Los dos dictadores sólo eran responsables, como dijo Franco "ante Dios y ante la historia", o como dijo el Conde duque de Olivares "Dios es español y combate con nuestra nación". A tenor de estas afirmaciones, ¿qué hará Dios cuando de cada fosa común salgan, de uno en uno, las criaturas asesinadas en su nombre?

El paralelismo entre los dos contextos históricos es tal, que se refleja en todos los ámbitos sociales. El espíritu de violencia que presidió el desarrollo de la Leyenda y su eco, no fue una creación extranjera, como nos sugieren los revisionistas olvidadizos. Se creó él solo bajo los propósitos del terror y las torturas sistemáticas, por medio de las depuraciones y de los fusilamientos, de las delaciones y de los testigos avariciosos, de las envidias y de las ansiedades, de la supervivencia o de la ira. Se creó, en definitiva, por la represión ejercida ante todo lo crítico, represión acompañada por la actuación gratuita de la violencia, tanto legal como informal. Ofreciendo como ofrenda al poder, el temor de una sociedad que se reprime a sí misma en el ejercicio de la libertad, de forma que, ésta queda anulada para todos, excepto para aquellos en cuyo beneficio se realiza la represión.

El índice de libros prohibidos, la quema de la cultura, el misticismo de Santa Teresa y los beneficios de su brazo incorrupto, el Escorial y el valle de los Caídos (momentos erigidos a la inutilidad del poder a manos de los reprimidos), la pureza de sangre, tanto judía como roja, la religión única, la psiquiatría del dominico Juan Ginés (que justificaba el exterminio de los indios "por su inferioridad cultural y sacrificios humanos") o las perlas cultivadas por el militar Vallejo Nájera, exhortando a la necesidad de medidas correctoras y moralizantes para frenar la destrucción de la raza hispánica (en peligro por la relación científica entre el marxismo y la inferioridad mental de quien la sufría), son, tan sólo, unos pocos apuntes que ayudan a medir la proximidad entre las dos Leyendas.

Si Mola ya nos advertía de que la acción tenía que ser en extremo violenta, no menos lo fueron las maniobras del absolutismo. La proximidad de los métodos de exterminio es tal, que de nuevo emplearé una descripción de Ayala sobre la Inquisición que bien puede valer para los fusilamientos: "?su nombre ha llegado a constituirse en definición de uno de los más agudos matices del horror, y no hay manera de librarlo de la carga afectiva que sobre ella pesa. Sin embargo, los procedimientos de la Inquisición eran especialmente crueles y tenebrosos en su tiempo, ni hay en toda su historia nada que alcance las tenebrosas crueldades de que es testigo impasible el nuestro (fusilamientos)? La sutil monstruosidad de la Inquisición no está en sus métodos; tampoco en su espíritu. Está en su institución misma: en el hecho de que una concepción cultural que afirma es espíritu de concordia y excluye la violencia se organizara en aparato oficial para imponer por la violencia la concordia, ... además pretende en vano gobernarse según normas de política cristiana (nacional-catolicismo)".

Como nos sugiere el historiador J. Burrow, la historia no es una ciencia exacta, sino un método para recobrar y reflejar el pasado. ¿Se puede considerar una verdad como tal, si ésta se ha obtenido mediante procedimientos que hieren la dignidad humana o atentan contra ciertos derechos individuales? Tendremos que estar pendientes de las Leyendas y de sus ecos.