EN el discurso del presidente del Gobierno en el Debate del Estado de la Nación de hace unos días, el señor presidente dijo: "Las previsiones demográficas indican que en 2050 habrá 1,7 personas en edad de trabajar por cada una en edad superior a 65 años, frente a las casi cuatro de la actualidad. No es un problema de hoy, pero es un problema que debemos resolver hoy. Debemos despejar cuanto antes las incertidumbres sobre la sostenibilidad del sistema para que los ciudadanos que contemplan la jubilación en un horizonte aún lejano se sientan seguros respecto del futuro de sus pensiones". En realidad, no se entiende por qué un problema que en la peor de las hipótesis se plantearía dentro de 40 años, haya que resolverlo hoy ¡Como si no hubiera problemas inmediatos y más urgentes que resolver!
Tanta incoherencia en un discurso político hace sospechar que no se quieren decir las razones que llevan a adoptar la decisión de reducir las pensiones a los futuros jubilados. Sin embargo, las prisas del presidente quedan aclaradas en la frase siguiente de su discurso: "Y también debemos hacerlo para reforzar la credibilidad de nuestras finanzas públicas". Se permite incluso afirmar que un problema del sistema de pensiones que se manifestará dentro de 40 años forma parte de las "reformas necesarias e imprescindibles para apoyar la senda de la recuperación de la economía española sobre bases sólidas". Como se dijo y repitió a lo largo del debate, son los famosos mercados los que están presionando para reducir las pensiones. ¿Qué interés y qué poder pueden tener los acreedores de la deuda -pues esos son en definitiva los denominados mercados que tienen que dan y quitan credibilidad a un país endeudado- para promover el recorte de las pensiones?
En diciembre de 1995, a punto de entrar en funcionamiento la moneda única europea, la deuda de las administraciones públicas, 283 mil millones de euros, era el 63% del PIB de la época. En marzo de 2010, en plena debacle financiera, la deuda alcanzaba los 577 mil millones de euros, el 55% del PIB. ¿Qué ha cambiado para que ahora se considere que el nivel del endeudamiento es insostenible y se necesite reducir el ingreso de los funcionarios y pensionistas para resolver la situación? La diferencia más importantes es que en 1995 la deuda pública en manos del resto del mundo eran 64 mil millones de euros, y ahora son más de 240 mil millones lo que se le debe a los extranjeros. La deuda pública en manos de extranjeros equivale al 23% del PIB, cuando en los últimos años de la peseta se situaba tan sólo en el 14% del PIB. Como además son los mismos los que tienen la mayor parte de los 1,7 billones de euros de deuda externa privada, la capacidad de influir en las políticas públicas de estos agentes, principalmente grandes bancos europeos, es mucho mayor que hace tres lustros.
Supongamos que la deuda externa esté pagándose a un tipo medio del 3,6%. Esto significa que cada año hay que retirar el equivalente al 7% del PIB para hacer frente al servicio de la deuda externa. El 1% del PIB que hay que pagar todos los años a los extranjeros propietarios de deuda pública se garantiza con la reducción de los salarios de funcionarios y el recorte del gasto y las inversiones públicas. Pero las garantías que exigen los propietarios extranjeros de la deuda española son más duras en lo que se refiere a la deuda privada.
Para garantizar que el 6% del PIB está disponible para hacer frente al servicio de la deuda, están demandando que la tasa de beneficios de la economía española se recupere. Con la debacle en la que está sumido el sector de la construcción inmobiliaria, que ha tirado tradicionalmente de la economía española al menos desde el milagro económico de los años 60, lo que se está exigiendo sólo se puede lograr a corto plazo reduciendo los ingresos salariales de los que todavía están trabajando para aumentar los márgenes de beneficio y de este modo otorgar más garantías a la deuda externa privada de empresas y bancos.
El salario se compone de dos partes: la que reciben directamente los trabajadores, y las cotizaciones sociales que forman parte de los seguros legalmente establecidos: enfermedad e invalidez, desempleo, y también la contribución de los trabajadores para pagar las pensiones de los jubilados. En teoría, estas cotizaciones sólo tendrían que pagar las pensiones de los que antes hubieran trabajado y cotizado, pero como el Estado se hace el remolón y no cumple los acuerdos que establecen que las pensiones no contributivas se tienen que financiar con los impuestos, en la práctica una parte de estas pensiones también las pagan los trabajadores.
Si se quiere reducir el peso de los salarios en el valor añadido, actuar sobre la parte directa es complicado, pues ésta depende de la negociación colectiva, la situación de cada empresa, etcétera. Por ello se pretende utilizar el poder del Estado para reducir la parte indirecta del salario. La reducción de las pensiones ahora tiene poco que ver con la evolución demográfica o con el coste que representa para cada trabajador contribuir a la financiación del sistema. Hay que reducirlas para poder reducir las cotizaciones sociales, es decir, la parte indirecta del salario.
En teoría se podrían reducir las cotizaciones sociales sin afectar a la cuantía ni a la modalidad de cálculo de las pensiones si se aumentaran los impuestos de forma proporcional a la reducción de aquellas. Pero en un contexto de crisis de recaudación y creciente evasión fiscal, no parece que esta salida sea viable.
Pero el debate sobre la reducción de las pensiones no tiene nada o casi nada que ver con el presupuesto del Estado ni con el déficit fiscal, generado como consecuencia de que los ingresos fiscales se han reducido mucho más que la actividad económica y que el gasto público. A pesar de su más que demostrada solvencia financiera, sin embargo, estamos asistiendo al enésimo ataque contra el sistema público de pensiones, esta vez con la colaboración interesada del presidente del Gobierno español.
No hay nada que impida que, lejos de reducirse, las pensiones se mantengan en sus raquíticos niveles actuales -la pensión media contributiva en Euskadi es de 962 euros-, o incluso que suban. En todo caso, sería una decisión de modelo de sociedad y de plazos, en la que habría que decidir cómo se reparte el esfuerzo de solidaridad con los jubilados: si lo llevan a cabo los asalariados, con las cotizaciones sociales, o lo comparte el resto de la sociedad, aumentando los impuestos.
Pero no es éste el debate que se quiere realizar desde el Parlamento y entre los agentes sociales. Detrás de las reformas planteadas, como de casi todas las que ha planteado recientemente el gobierno (fiscal, laboral, financiera) no hay un cambio de modelo productivo ni cosa que se le parezca. Lo que está diseñando es un proceso estructural de redistribución del valor añadido, del ingreso, desde las rentas salariales y las transferencias sociales hacia los beneficios y las rentas del capital. El objetivo perseguido es reducir los salarios.
De un presidente que parece que desayuna todos los días con el presidente Botín, almuerza con el presidente Entrecanales, cena a diario con el presidente Ackermann, y queda una vez por semana para merendar chocolate con churros con el secretario Cándido Méndez, no cabe esperar otra cosa: los presidentes mandan.
* Profesor de Economía Política de la UPV/EHU