Desde que Pablo VI estrenó la práctica de los viajes del papa por el mundo, se ha introducido en la Iglesia una nueva manera de hacer presente el Evangelio que -hay que decirlo desde el primer momento- es literalmente contraria al Evangelio. Se trata de la evangelización mediante grandes concentraciones, que se preparan cuidadosamente y en las que se invierten cantidades asombrosas de dinero. Para que la gente nos vea.
Para que todo el mundo se entere de que la religión sigue viva, de que el papa es importante, de que los obispos tienen una presencia social que hay que tener en cuenta... etc.
El gran maestro y difusor de esta nueva pastoral eclesiástica ha sido, como bien sabemos, el papa Juan Pablo II. El papa que más ha viajado por el mundo entero, el que más multitudes ha concentrado, el más aplaudido, el más famoso. Y, sin embargo, el papa que, al morir, ha dejado una Iglesia metida de lleno en una de las crisis más profundas de la historia del cristianismo.
El conocido escritor John Cornwell, que publicó no hace mucho un excelente estudio sobre Pío XII, terminaba diciendo lo siguiente a propósito del pontificado de Juan Pablo II: "La tesis de este libro es que cuando el papado crece en importancia a costa del pueblo de Dios, la Iglesia católica decae en influencia moral y espiritual, en detrimento de todos nosotros".
Y es que, a mi manera de ver, el problema, que aquí se plantea es mucho más serio de lo que seguramente imaginamos. Jesús dijo de forma terminante que el Padre del cielo no quiere que vayamos por la vida exhibiendo nuestra fe, nuestra religiosidad, nuestra ejemplaridad. Es más, Jesús insiste en que Dios no ve lo que se muestra en público, para que la gente nos vea, nos admire, nos aprecie, note que somos buenos y ejemplares. El Dios del Evangelio "sólo ve en lo oculto" (Mt 6, 5-6). Dios está ciego para ver las grandes exhibiciones de la fe y de la religiosidad. Ni Dios quiere ese tipo de pompas clericales, que son eficaces para hacernos una falsa idea de nuestra presencia en la sociedad, en la cultura, en el corazón de la gente. Enorme engaño. Y más enorme mentira. Cuando el Evangelio habla de este asunto, no se refiere solamente a que lo hagamos todo con mucha humildad. No es cuestión de humildad simplemente. Es cuestión de laicidad. Jesús fue un laico. Que cuando rezaba, se iba a sitios solitarios, al campo, a los montes, donde nadie lo veía. Los apóstoles de Jesús no se dedicaron a pagarle a la gente para que acudiera a oír a Jesús.
Sin embargo, ahora sabemos que los obispos organizan viajes de gentes que van a Roma, para que en el Vaticano se pongan contentos y piensen que la juventud no está tan mal como dicen los rojos de siempre, los progres de siempre, los resentidos de siempre.
Es urgente que la Jerarquía haga, y que todos hagamos, un profundo examen de conciencia sobre cómo estamos orientando la presencia de la Iglesia en este mundo mediático. Si hacemos de la religión un espectáculo de masas, nos quedaremos satisfechos y hasta orgullosos, pero ¡no nos engañemos!, el Evangelio no consiste en concentrar gente, sino en vivir el espíritu y la letra del Sermón del Monte.
Y, sobre todo, la realidad dura del final que tuvo que soportar el propio Jesús, precisamente cuando se vio abandonado de todos y así, solo y en su aterradora soledad, es como nos dejó para siempre la memoria subversiva que denuncia las contradicciones de todos los que van por el mundo exhibiendo lo que el Señor quiere que sea vida, realidad, nunca boato, apariencia, exhibición.
Y nunca, por supuesto, haciendo eso a costa de gastos multimillonarios que claman al cielo desde el dolor de todos los excluidos de este mundo injusto, que se distrae viendo las concentraciones episcopales y papales, pero no cambia ni se hace mejor por ver esos espectáculos de dudoso interés publicitario.
José María Castillo
Teólogo