el Plan de Convivencia Democrática y Deslegitimación del Terrorismo ha sido aprobado por el Gobierno Vasco estos días atrás con un escaso consenso y de forma más bien desangelada. Quizás alguien pudiera preguntarse porqué. Más allá de una serie de razones expuestas en las comparecencias de estos días, me pregunto si no hay otras razones de fondo que puedan haber contribuido a ello desde lugares más ocultos de la subconciencia colectiva. Lugares en que cierta reacción sentimental ante un cargante y paradójico sobreuso de términos tan sensibles como "legitimidad", "violencia" y "memoria" pudiera tener algún papel.

Al pretender Patxi López y su gobierno introducir tan transcendente cambio en el esquema "moral" de este pueblo -con ampulosos llamamientos a una nueva épica que exhorta, por ejemplo, a "combatir los postuladores totalitarios"- creo que hubiera sido recomendable obrar con más inteligencia.

Tenía que haberse planteado toda la operación tomando como referencia un contexto histórico bastante más amplio del que se ha establecido para así rebatir toda acusación de frivolidad u oportunismo. Estimo que si realmente se pretendía una efectiva deslegitimación de la violencia para inducir un nuevo comportamiento en la sociedad vasca, hubiera tenido que sopesar el Sr. López con quién se lanzaba a hacer tan ambicioso viaje.

López nos habló en Gernika de un sinfín de hermosos conceptos como "tejido socioeducativo activo", "pedagogía activa de los derechos humanos" o "convivencia democrática". Pero parece olvidar que vivimos en un Estado en el que, con la complacencia de populares y su propio partido, se ha concedido una total impunidad a los crímenes de Franco. Y esto lo han hecho sin hacer el más mínimo caso a los requerimientos del Comité de Derechos Humanos de la ONU. ¿Quién puede dudar que la impunidad que acordaron para la violencia fascista (primero en 1977 y de nuevo con la Ley de la Memoria de 2007) sea una forma de violencia en sí? En este sentido, es elocuente que el Estado se haya negado a anular de manera judicial (¿acaso hay otra?) las penas del franquismo. Como denuncian magistrados como José Antonio Martín Pallín, siguen existiendo unas víctimas -aproximadamente unas 200 veces más que las producidas por ETA- a las que ningún decreto gubernamental ha invitado a acudir a la aula de ningún colegio para explicar la tremenda injusticia que sufrió bajo Franco.

Y, ciertamente, uno de los partidos que ahora apoya al Plan de López ha tenido un papel muy activo en asegurar que eso ocurriera. ¿Con qué legitimidad, pues, se van a dar lecciones hoy cuando las del pasado han sido rigorosamente vetadas y mantenidas en el tabú?

Algunos me dirán que estoy mezclando las cosas. Que no tiene nada que ver una víctima de 1940 o 1965 con una de 1985 o 2005. Yo estoy convencido de que sí. No se puede sacralizar unos crímenes de la historia a la vez que se obvia a otros. No se puede pretender reducir a la privacidad a unas víctimas a la vez que se publicita la causa de otras, por muy justa que sea, que lo es. Tampoco nos van a convencer los que dicen que hablar del horror franquista son "ganas de enredar". Ganas de enredar es no haber hecho como en Argentina o Sudáfrica, donde el pasado sí fue investigado y corregido. Ganas de enredar es honrar la figura de Melitón Manzanas -como han hecho recientemente- a la vez que se niega la anulación jurídica de las sentencias a muerte aplicadas a Lluís Companys, Txiki o Lauaxeta, y a decenas de miles de antifranquistas más, que siguen en pie. ¡Cuánta más legitimidad tendrían los que hoy pretenden deslegitimar si empezaran por aquí en vez de hacer la vista gorda!

Si estamos hablando de legitimidad y de renovación democrática, ¿cómo vamos a poder olvidar la manera en que procedieron los socialistas en este tema de la no anulación de las sentencias franquistas? ¡Si encargaron la decisión al nieto de uno de los más sanguinarios fiscales militares de la posguerra (Lucio Conde-Pumpido) y al hijo del último ministro del Movimiento (Herrero Tejedor)! ¿A quién le puede sorprender que decidieran que no se podían anular? ¿Cómo iban a deshonrar a sus antecesores inmediatos? Además, ¿cómo vamos a poder olvidar que hoy está suspendido el único juez que quiso cuestionar la impunidad franquista?

No es extraño, pues, que a Patxi López se le haya complicado el papel de deslegitimador general de la violencia que él y los suyos se han querido arrogar. Por mucha voluntad que haya podido mostrar en el empeño, ¿cómo va a poder deslegitimar una modalidad de violencia en un escenario que se muestra tan tolerante con otra? Quien de verdad pretende decir la última palabra en el campo de las deslegitimaciones categóricas que primero se asegure que el marco legal en que se mueve está a la altura de dicha deslegitimación. Que primero arreglen todo este alarmante desaguisado y luego ya hablaremos de lo que es legítimo y deslegítimo.