HE de confesar que soy del grupo de ciudadanos que aprecian la escultura de Marrodán, situada en el arco de la plaza Euskaltzaindia. Ingenuo de mí, pensé que con la llegada del macropalacio de todas las cosas (auditorio, sala de cámara, zona de exposiciones y lugar de ajetreo congresual), que aguardo con sincera ansiedad, la obra del artista se iba a quedar donde ahora está, a pesar de la interminable pelea legal que mantiene el autor con los responsables municipales, y que no es objeto de estas líneas. Prometo que fui uno de los que la vio en funcionamiento, o eso creo recordar, y debo decir que pasar a su lado en una jornada de bochorno puede ser un placer, pero si hace frío ese gozo se convierte en putadón, porque a poco que sople el viento acabas empapado. Sin embargo, aunque no funcione y la desidia consistorial acabe convirtiendo cada cierto tiempo el estanque que la circunda en un nido de suciedad, donde campan a sus anchas bolsas de plástico y, si me apuran, renacuajos y zapateros (el insecto), me place pasear por la plaza bajo su imponente figura. Me gusta, y ya está. Lo que no acabo de entender es por qué, si el Ayuntamiento quiere trasladarla a una rotonda -¿qué demonios pinta en medio del tráfico una obra como ésta, que se admira en su justa medida mientras paseas hacia ella?-, está dispuesto al mismo tiempo a instalar una aguja hacia el cielo en la estación de autobuses. ¿Hay competición? No necesitamos más líos en esta ciudad, señores munícipes. Y tampoco más pirulís, si me permiten la expresión. ¿Puede ser macropalacio con escultura?