una ciudad puede brillar por levantar las torres más altas, por exhibir un espectacular auditorio, por celebrar unas fiestas de proyección mundial, por su masiva afluencia turística en verano, por mirar al mundo desde un ajetreado puerto marítimo, por sus valiosísimas y antiquísimas ruinas, por su elevada renta per cápita, por ser la ville lumière o hasta por su incansable vida nocturna. Álava no tiene nada de eso. No destaca por esas postales. Es un territorio pequeño acostumbrado a acechar a su alrededor con cierto complejo y que tiende a buscarse a sí mismo con un punto de melancolía. Pero de cuando en vez Álava da la nota y ahora es una de esas pocas ocasiones en las que mira al resto a la altura de los ojos con orgullo y desparpajo. El Baskonia se ha metido a tortas en una Liga bipolar de la que dos soberbios clubs se sabían dueños y les ha arrebatado el título echándole agallas y buenas dosis de fe en sí mismo. No sólo ha ganado la Liga. Ha conseguido volver a despertar el orgullo de una tierra que bajo la bandera baskonista siente por una vez que le planta cara al mundo. Lo que vivió la noche del martes el Buesa Arena no fue un partido de baloncesto, sino una especie de épica de autoafirmación colectiva de un pueblo que, siendo pequeño, se aferra a un icono que le hace creérselo. Que no tendrá un gran auditorio ni una alta torre, pero sí carácter. A San Emeterio le empujaron en aquella canasta mágica los 9.000 baskonistas que vibraban en el pabellón de Zurbano, pero también todos aquellos alaveses decididos a perder los complejos.