Seguro que muchos de ustedes lo han sufrido, o disfrutado, en sus propias carnes: con el calorcito llega el tiempo de las celebraciones. Es cierto que todo depende de cómo se mire, que una casa se llena de alegría, ilusión y esperanza cuando llega el momento definitivo, el día grande, pero también lo es que en ocasiones ese mismo motivo de felicidad se convierte en una tortura para los invitados. Y es lo que cualquiera podría pensar de lo que vivió el amigo Rubén, compañero de barrio y hombre tranquilo donde los haya, el pasado fin de semana. Analicen: llega el viernes, ropa nueva porque se casa un colega, vístete, Nerea, que nos vamos, cariño, que no se te olvide el regalo, ¿y esos zapatos?, no comas tanto, ya te has pasado con los cubatas...; llega el sábado, más ropa nueva, venga, date prisa, que nos vamos a retrasar y nos espera la familia, cuidado con el barro, Rubén, que no puedes ir manchado al bautizo del sobrino, ya no tengo hambre, no puedo con las chuletillas, ¿más cubatas?, no, no quiero más, vámonos a casa...; llega el domingo, ropa nueva otra vez, no puedo con mi alma, Rubén, y hoy encima comunión, ¿tenemos que ir a la comida?, venga, Nerea, cálzate, que nos vamos y hay que coger el coche... Tres días. Boda, bautizo, comunión. Ropa. Regalos. Sonrisas. Amigos. Familia una. Familia dos. ¿Y ése quién es? Comida. Vino. Cubatas. Más comida, más vino, algún cubata. Más comida, más vino, dificultades con los cubatas. Hay que valer, y sonreír a la vida, para superar un fin de semana como el de Rubén y Nerea.
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