ENTRE acto y acto del triste espectáculo que están ofreciendo los políticos con tiara y cetro, los que deciden cómo va a ser nuestro futuro económico durante los próximos años después de haber esquilmado los frutos del supuesto bienestar del que disfrutábamos, del proscenio asoman las cuitas en Ezker Batua, como un interludio para que el personal no se duerma, o no se largue, o no se borre de este mundo. En realidad, parte del público, la que entiende la vida con sentido progresista, la que desearía que la izquierda volviese a tener el empuje del que otrora presumió, ni se duerme ni se larga ni se borra: se lamenta con amargura infinita. Es difícil de comprender cómo mientras la derecha tiene cierta facilidad para sumar pareceres, que más que pareceres son amenazas, la izquierda se desmiga como una barra de pan de ayer frotada contra un rallador. Basta con echar un vistazo al panorama político vasco para observar hasta qué punto los partidos con ideología de izquierda, o los que se le acercan, se han desmenuzado durante los últimos años. Hay demasiados grupúsculos, todos con nombre y apellido, tantos que su fuerza se dispersa como el agua el día en que se puso en funcionamiento la escultura de Marrodán en la plaza de Euskaltzaindia: más que fuente, lluvia. Que se dejen de zarandajas. Que se unan. Juntos sumarán más. Mi madre me recuerda con frecuencia la amargura que le causa esta izquierda que se ha acostumbrado a encerrarse entre sus propias siglas mientras la derecha sólo habla un idioma: el dinero. Amargura compartida.
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