Tal como se han puesto las cosas y "con la que está cayendo", como ahora dice todo el mundo, no es ningún disparate asegurar que "ha llegado la hora de la verdad". Porque, en los momentos duros de la vida y en las situaciones más difíciles, es cuando se ve dónde está cada cual, cómo es cada persona y cada colectivo, y qué es lo que de verdad busca cada uno en la vida. Estoy hablando de la crisis económica y de quiénes son, en este momento, los vencedores y los vencidos. No hablo de ricos y pobres. Ni de gente de derechas o de izquierdas. Me refiero aquí a quienes peor lo están pasando. Y también, de rebote, a los que precisamente ahora, y porque está ocurriendo lo que todos sabemos, se están frotando las manos.

Como es bien sabido, hace un año los poderes públicos tuvieron que inyectar miles de millones de dólares en las grandes empresas financieras en las bolsas y en los bancos. Y ahora son ellos, los que más dinero han recibido, los que crean unas condiciones económicas en las que son precisamente los que menos tienen quienes tienen que apretarse aún más el cinturón para que sigan ganando más los que más han recibido. Yo sé muy bien que los economistas de oficio, los que saben de qué va el tema, me dirán que la cosa no puede ser de otra manera. Porque el sistema así lo exige. Pues de eso exactamente es de lo que yo me quejo. Me quejo de que vivamos en un sistema que funciona a base de que unos pocos se forren a costa de que la gran mayoría se sienta cada día más amenazada, más insegura y más desamparada. Alguien ha dicho, con más razón que un santo, que "sabíamos lo peligroso que era el crimen organizado, pero no sabíamos lo peligroso que es el capital organizado". Y ahora nos estamos enterando. Por eso digo que ha llegado la hora de la verdad. La hora que está poniendo a cada cual en su sitio. En el sitio que realmente ocupa en este sistema criminal.

Por eso pienso, ahora mismo, sobre todo en los que están abajo. No ya en los que están en el desempleo, sino en los que se ven hundidos en el desamparo: en los que no saben si podrán cenar esta noche, los que tienen asegurado el despido del trabajo, de la vivienda, de casi todo lo que les puede devolver la seguridad perdida. Y cuando pienso en esas gentes, que son incontables en España (y más incontables en el mundo), se me revuelven las tripas cuando me doy cuenta de que ahora mismo hay tipos que estaban esperando esta situación para cantar victoria. Porque ahora es cuando van a ganar: dinero, status, poder, fama? lo que sea y por lo que sea.

Es evidente que ha llegado la hora, no de echarnos en cara lo peor que cada cual ha hecho, sino de unirnos todos para sacar a España adelante. Insisto en esto porque más de medio mundo está notando que España sigue fracturada, dividida, enfrentada. Lo del juez Garzón nos ha puesto en evidencia. Lo dicen hasta los periódicos de nuestros antípodas. Y que nadie me diga que eso es cuestión de políticos y gobernantes. Aquí somos muchos los responsables de lo que está ocurriendo.

Y es que, cuando se trata de enjuiciar nuestra propia conducta, el peor juez que cada cual tiene, con demasiada frecuencia, su propia conciencia. Nietzsche, en La genealogía de la moral (I, 2), lo supo decir con una fórmula tan acerada como certera: "¡El juicio bueno no procede de aquellos a quienes se dispensa bondad"! Antes bien, fueron "los buenos" mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este "pathos de la distancia" es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del rango.

Pues bien, amigos míos, ha llegado la hora en que todos afrontemos la cuestión decisiva, que consiste en saber si lo que a cada cual le importa sobre todo es su propio rango y su propio beneficio; o lo que de verdad está en juego es que, superando distancias y saltando por encima de intereses personales o de grupo (o partido), nos unamos para salvar el bien de todos. Como es lógico, esto supone saber ceder, estar dispuesto a renunciar a cosas que quizás hasta hace poco considerábamos irrenunciables. Lo primero, ahora mismo, es privilegiar lo que nos une. Y dejar de lado lo que nos divide más y nos distancia. Lo digo otra vez: lo que ahora mismo nos urge más a todos es salvarnos todos o hundirnos, seguramente por mucho tiempo, por más que algunos se hundan con la impresión de que han derrotado al adversario de toda la vida.

Yo sé que esto, más que una reflexión, es un llamamiento. Un llamamiento en un momento crítico. Porque ahora sí que es verdad que lo urgente no es interpretar la realidad, sino cambiarla.