estamos acostumbrados a loar las gestas de los nuestros en la alta monta ña. Contamos con el plusmarquista mundial del himalayismo Juanito Oiarzabal, con la primera o segunda -¡qué más da!- mujer en completar las catorce cimas más altas de la Tierra Edurne Pasaban, con el innovador y reputado Alberto Iñurrategi y con varios ochomilistas vascos más -incluido el alavés Josu Ortubay, que en estos momentos se enfrenta al Everest con un ejemplar de DNA en la mochila- a los que no citaré porque se me olvidaría alguno. A los que ya llevamos un tiempo en esto del periodismo también nos ha tocado relatar más de una desgracia como la trágica muerte de Tolo Calafat en el Annapurna, una montaña considerada maldita por el altísimo índice de siniestralidad que arroja. Cuatro de cada diez expediciones que intentan su cumbre no regresan enteras. Y siempre que muere un montañero surge la misma pregunta: ¿qué tiene de especial para que estos chalados arriesguen su vida? Los montañeros no son, por lo general, personas de escasa cabeza, más bien al contrario. La mayoría es consciente del riesgo que afronta y muchos de ellos, incluso los más avezados, se han dado alguna vez la vuelta en el último momento cuando han sentido el peligro por pocos metros que les separasen de la ansiada cumbre. "Ya sabemos a lo que nos exponemos cuando nos vamos de casa", responden cuando les preguntas por la cuestión. Te dan a entender que son sensaciones que no se pueden explicar, que hay que vivirlas para comprenderlas. La montaña es así.
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