SOY de los que piensan que la felicidad depende del enfoque que adopte uno mismo hacia lo que le viene de fuera. Por eso veo perfectamente posible que una persona concreta se venga abajo por un motivo que a otros muchos les parecería una auténtica bobada. Y viceversa. Por eso se comprende que haya gente feliz con un par de huevos fritos y otros que se declaren absolutamente insatisfechos con unos de esos ñoquis de patata con su jugo de raviolis de manteca que sirven en el todavía abierto Bulli de Ferran Adrià. Pero, aun defendiendo la singularidad de las personas, siempre hay casos sorprendentes, que parecen ir más allá de cualquier subjetividad. Hablo, por ejemplo de la británica Vicky Harrison, que se ha suicidado porque llevaba dos años buscando y sin encontrar trabajo. Porque le habían rechazado en cerca de doscientas entrevistas -primero de su profesión, Imagen y Sonido, y al final de cualquier otra cosa- a pesar de sus buenas notas académicas, su agraciado físico y la presunta estabilidad emocional que le proporcionaban su novio y una familia unida. Me dirán ustedes que uno no sabe lo que puede llegar a deprimir el paro hasta que no se experimenta en las propias carnes. Que ya vería yo si no me entraban ganas de quitarme de enmedio tragándome un frasco de pastillas -como hizo la inglesa- después de tantas negativas. Que te sientes inútil y despreciado, que ya no vales para nada, que la vida pierde su sentido... Ya, ya, si todo eso es cierto, pero es que Vicky sólo tenía ¡21 años!