A María, la mujer del presidente polaco, Lech Kaczynski, la pudieron reconocer los forenses por la inscripción en su anillo de boda y el color de su esmalte de uñas. Como en aquel magnífico libro, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon: "El primer teniente Jimmy Cross cargaba las cartas de una chica llamada Martha? Ted Lavender, que tenía miedo, cargaba tranquilizantes? A menudo, se cargaban el uno al otro, el herido o el débil? Cargaban el peso emocional de los hombres que saben que pueden morir". Hay objetos que definen a su propietario, no por su valor objetivo, sino por el significado que el ser humano les otorga. El mismo sentido que hace trascender a la persona más allá de su propia existencia; que hace que una fotografía, un olor, un libro, una canción o un reloj dejen de serlo para adquirir la personalidad del recuerdo, de la memoria; de la auténtica inmortalidad. La que envidiaron los míseros humanos de aquellos dioses inmortales que conocían que precisamente el secreto de la felicidad se escondía en la condición finita de la vida humana. La conciencia de que cada sonrisa, cada abrazo, cada charla o cada silencio puede ser el último. Probablemente la lucidez que no nos acompaña hasta que ya es demasiado tarde, como en aquel poema: "Claro que tuve momentos de alegría, pero si pudiese volver atrás/ trataría de tener solamente buenos momentos./ Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de momentos". Porque, al final, María sube en un avión, con su anillo de boda y su esmalte de uñas, y no llega a su destino.
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