Una de las cosas que tiene ser republicano es que antepones el derecho de los ciudadanos/as frente a conceptos esencialistas como puede ser nación o pueblo. Ya en la Edad Media las posiciones se enrocaron en torno al debate de sí a los universales como pueblo, nación o nominalistas que apoyaban las singularidades. En la actualidad aquéllos que utilizan el juego del lenguaje de los universales como nación o pueblo regresan a espacios preilustrados donde el determinismo cultural, como un gélido manto aplasta y deja en los márgenes de lo político a los que nominalmente apostamos por los derechos de la diferencia que entronca con su radicalidad en un laicismo social, cultural, político, que si es algo es salvaguarda de la multiplicidad viviente de la tozuda realidad.

Este debate ha generado dos maneras de ver lo social, lo político y lo cultural: el mestizaje social frente a la identidad inamovible; la democracia directa en lo político frente al monismo ideológico; y la diversidad cultural a la identidad del ser. Lo nacional y nacionalista se ha nutrido siempre de un sistema de creencias monista; de ahí que las religiones monoteístas patriarcales siempre se han acoplado muy satisfactoriamente a estos regímenes como el acontecido durante la dictadura fascista: el nacional catolicismo español como el desarrollado en Euskal Herria con el nacionalismo católico vasco.

Lo republicano actualmente se levanta sobre los principios de respeto a las diferencias, dejando a la ciudadanía siempre el derecho a decidir y elegir en qué creer y cómo sentirse en su identidad. Este republicanismo emanado de las luchas sociales de los siglos XIX y XX es el que puede permitir una mayor cohesión social hundiendo sus raíces en el regazo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La historia la hacemos los humanos, no se nos impone como un destino inapelable. Los derechos de los ciudadanos se alzan legítimamente sobre ese concepto fantasma como es nación. La tercera república está al llegar.