sólo la visión directa e inmediata de un hecho hace que un pensamiento se convierta directamente en experiencia. Convertir el pensamiento en actuación requiere voluntad y deseo, esfuerzo y entusiasmo; igual que los que se preparan para correr un maratón precisan la visita de la concentración y del entusiasmo para prepararse, la República necesitó la visita y el esfuerzo del entusiasmo para hacerse un hueco en la historia, tan inquieta, de este país.
En los preludios de las tormentas advertimos cómo se carga el ambiente de electricidad estática, notamos cómo el olfato nos revela el aroma del agua venidera y cómo nos va invadiendo una sensación pesada. De igual manera, tras la dictadura de Primo de Rivera, se presentía esa atmósfera borrascosa de cambios y transformaciones económicas radicales. El aire que arrastraba los nubarrones tormentosos del cambio presagiaba que las leyes antiguas iban a carecer de sentido, que los valores más estables de la sociedad habían perdido su peso. La tormenta que se estaba creando iba a conmover a todo el país, era el preludio, la sensación de que algo se estaba transformando. Casi se puede decir que las elecciones de abril de 1934 no fueron a favor de la República, fueron únicamente una sensación tormentosa dirigida contra la monarquía de Alfonso XIII.
Fue una tormenta de primavera. No tardó en escampar. La tierra bebía con ansiedad el regalo de igualdad caído del cielo, tenía sed de cambio. Durante años había sido pacientemente sembrada con el abono de la emancipación. La República siempre se divisaba en el horizonte, del mismo modo que los aislados del poder no perdían la esperanza de que el tiempo despejase. La revolución fue siempre paciente, siempre volvía a sembrar después de perder la cosecha.
La lluvia torrencial remitió arrinconados vocablos: república, libertad, igualdad, cultura, entre otros. Todos tenían un brillo nuevo. También podemos afirmar que todos los ciudadanos no se refugiaron de la tormenta en el mismo paraguas. Sería ingenuo pensar que todos se resguardaban del mismo peligro o esperaban la misma cosecha. Los campesinos aguardaban a la intemperie la reforma agraria; los nacionalistas la autonomía, el Estado federal, o incluso el Estado a secas; los anticlericales la expropiación de los bienes de la Iglesia; los obreros industriales la mejora sustantiva de sus condiciones laborales; y los intelectuales y el profesorado unas mejores condiciones de vida y de trabajo. La estabilidad del anticiclón republicano se veía amenazado por la creación de una borrasca que se estaba formando en el interior del país. Los nubarrones monárquicos, los de los grandes industriales, latifundistas y terratenientes, los de los católicos de toda clase y condición, iban sumando los cúmulos, estratos, nimbos y cirros que desencadenaron finalmente la terrible tempestad, el horrendo huracán de la Guerra Civil.
El afortunado compañero de la República, el entusiasmo, se fundió con ella abrazando sus ideales para sumergirse en la bulliciosa alegría de un oleaje suave que mecía las costas de la igualdad tras la calma de la tormenta. En su diversión, fueron protagonistas de un desconocimiento de la realidad, no vieron el camino contaminado de la conspiración, subyacente y continua, de los apartados, de los desahuciados poderes que fundamentaban su existencia en la recuperación estacional anterior.
No podían soportar el entusiasmo de la República, de su estancia anticiclónica ausente de la infección -aunque sólo fuese inicialmente- de las carencias monárquicas, oligárquicas, eclesiásticas y partidistas de los reaccionarios.
Dos naturalezas tan dispares estaban destinadas a encontrarse persistentemente enfrentadas. Siempre iban a concebir una peligrosa tensión, antesala de la fragua de la guerra, de esa ciclogénesis explosiva que arruinó la entusiasta cosecha.
La caída de la República fue la crónica de una muerte anunciada. La ayuda exterior de los fascistas, el abandono de una Europa democrática temerosa de una revolución libertaria, condicionaron su situación, favoreciendo a los sublevados en su contra. Esta vez la tormenta no descampó pronto. No fue primaveral. Permaneció como un temporal de invierno y sus palabras eran presagio de frío y de hielo? ejecución y hambre, entre ellas. El infortunio de la guerra dejó un país herido y destrozado, abandonado extrañamente a la ausencia de la realidad del mundo durante cuatro décadas.
No dejaron que la República llegara a ser sabia, por eso hoy aparece a nuestros ojos como una estrella en la breve noche de la vida. Como un sueño que intentó librarse de las cadenas que le sujetaban a los muros antagónicos de la libertad, finalmente reconstruidos con la mano de obra esclava de los que se colgaron al hombro los fusiles artísticos de la entusiasta revolución.