la firma del nuevo Tratado START para la reducción del armamento nuclear entre EEUU y Rusia, que sustituye al que en 1991 firmaron tras decenios de Guerra Fría Gorbachov y Bush padre, tiene como lectura positiva que se limita el número de cabezas nucleares a 1.550 por cada país -se eliminará un 30% de las desplegadas por ambos países en siete años-, y a 800 los ingenios de lanzamiento (misiles, bombarderos y submarinos). Además, posiblemente reforzará las relaciones bilaterales entre ambos países, según anunciaron Obama y Medvédev, aunque queda pendiente aún la solución al programa militar de EEUU sobre el nuevo escudo antimisiles al que Rusia se opone frontalmente. Sin embargo, este paso tranquilizador no soluciona los problemas de seguridad y convivencia que la carrera armamentística nuclear ha generado a lo largo de décadas. De hecho, fueron tanto la capacidad movilizadora de los grupos y organizaciones pacifistas y antimilitaristas como la propia constatación de que ese progresivo incremento de los arsenales nucleares, bajo la excusa de la disuasión, era insostenible económicamente y tan solo conducía a un futuro desastre para la Humanidad, lo que llevó a plantear de forma progresiva -para aminorar la presión de los poderosos lobbys de la industria militar- la reducción de armas y lanzaderas nucleares que culminaron en el primer Tratado START. Problemas de seguridad que incluyen tanto la persistencia de importantes arsenales en manos de EEUU y Rusia, con la capacidad de influencia, persuasión e incluso amenaza que esa ventaja les otorga en el contexto político y económico internacional, como la incorporación al club nuclear, con mayor o menor capacidad militar, de países bien controlados por regímenes dictatoriales, bien en una situación de permanente inestabilidad interna, bien en situación de guerra permanente con sus vecinos como Corea del Norte, Irán, Israel, Pakistán o India. Es cierto que cualquier paso para la reducción del armamento nuclear -como para la prohibición de bombas de racimo o de minas antipersonas- es un paso en defensa de la vida y los derechos humanos, pero también lo es que en la propia existencia de la producción de armas militares -a la que se dedican miles de millones de euros en investigación para mejorar su capacidad mortal- es donde reside el principal riesgo.
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