se ha pasado años despotricando contra el curro de la fábrica. Qué digo años, décadas. Comenzó a trabajar allí a finales de los años sesenta, cuando apenas era un chaval -el cuarto de seis hermanos- curtido en la labranza de la casa familiar en un pequeño de pueblo de la Llanada alavesa y ansioso por descubrir el mundo de la ciudad. En aquellos años, con las cuatro perras que le sobraban tras enviar parte de la paga a casa, se hizo primero con una Bultaco de segunda mano, luego con un pequeño piso en Adurza y, entre una cosa y otra, hasta le daba para algunas correrías por el centro de Vitoria que luego empalmaba, sin pegar ojo pero puntual, con aquella déspota sirena que sonaba a diario a las seis de la mañana. Allí, en casi diez mil madrugones para ir al tajo, se dejó la piel y parte de la salud. Allí dejó mil historias con sus compañeros a la hora del bocadillo. Allí conoció también a su mujer -que trabajaba en la oficina de la misma fábrica- y hoy, recién pagada la hipoteca del piso en Judimendi al que se trasladaron después de casarse, con una hija terminando Farmacia y un chaval virguero en sistemas informáticos, necesita ya lentes para leer la aséptica nota en la que el consejo de administración anuncia el próximo cierre de la empresa, víctima de "la crisis por la que atraviesa el sector". Es joven para jubilarse y mayor para volver a trabajar. Sigue despotricando contra la fábrica, pero con el cierre siente que entierra en ella una parte de su vida y buena parte de la memoria proletaria de esta ciudad.
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