El Rolex automático que llevo sobre mi muñeca izquierda se lo compré a un hombre de color en un mercadillo pagando religiosamente 10 euros por él. Ésta ha sido mi más reciente compra en un mercadillo. Yo pensaba que aquel vendedor creía que estaba vendiendo una falsificación más de las grandes marcas de la relojería suiza, una extraordinaria imitación, pero yo, que distingo un Rolex original casi a un metro de distancia, aceleré el tira y afloja del regateo para salir de allí cuanto antes con la joya.

"Llevas un gran reloj, tú sabes comprar", me dijo el mercadillero con familiaridad. Lo que no llegué a escuchar fueron las palabras que éste dirigió al colega sudamericano que le ayudaba en el puesto mientras yo me alejaba poniéndome el reloj en la muñeca tras haberle ajustado la hora: "A este tonto le acaba de caer una lotería, el Rolex era bueno". "¿No era chino?", le preguntó el colega. "¡Qué va!, si hubiera sido chino no le habría bajado de 35".

Y chocaban entre ambos repetidamente las palmas de las manos y dejaban oír sus risas rubricando un ejemplo que nos venía a ilustrar acerca de una teoría del postmodernismo, la de que basta que la copia llegue a más gente para valorarla mejor que el original. Lo cual descifraba en alguna medida nuestra errónea percepción de la realidad.