parafraseando al Clint Eastwood de El bueno el feo y el malo, bien podríamos decir que aquí el mundo se divide en dos categorías: los vitorianos-de-toda-la-vida y los que no lo son. Los primeros, depositarios del sacro espíritu de esta capital, han sabido defender amurallados la quintaesencia de la muy noble y muy leal ciudad con devoción ante amenazas exteriores tales como la irrupción del ferrocarril a mediados del XIX, conspiraciones de la vecina e impía villa bilbaína, gentes foráneas de extraños apellidos que poblaron los primeros barrios obreros, la libertina eclosión cultural de los ochenta, la llegada de otros inmigrantes de exóticas religiones y razas o cualquier proyecto moderno que viniera a perturbar la pax victoriana. Sin embargo, el arranque del siglo XXI ha traído a esta ciudad una inusitada revolución: los VTV han perdido la mayoría frente los vitorianos que no han nacido en Gasteiz, que representan (representamos) ya más de la mitad del censo. Este detalle estadístico, aparentemente trivial, plantea en el fondo todo un desafío que aúna a las dos categorías en las que se divide el mundo, en búsqueda conjunta de una capitalidad que tiene que ver más con la amalgama de una nueva V-G que deja atrás sus seculares complejos, que abre murallas y se reinventa a sí misma, que con polémicas pueriles entre alcaldes, pedigüeñas reclamaciones de cánones, coloridas pulseras y camisetas o atropelladas y ardorosas mociones como las que se cruzaron ayer en el pleno municipal.