Apropósito de los lamentables casos de pederastia que se han dado en la Iglesia, se empieza a poner en tela de juicio la ley eclesiástica del celibato para los sacerdotes de rito latino. Creo que el problema no es el celibato; el problema es la falta de virtud en las personas. No pensemos que permitir el matrimonio a los sacerdotes iba a resolver gran cosa: la tentación de adulterio o de divorcio siempre existirá, de modo que tendríamos escándalos por otros motivos. A nadie se le obliga al celibato. Esto es como si el futbolista se quejara de que, para jugar al fútbol, tiene que acatar la norma de no ponerse en fuera de juego, de no hacer falta o de no protestar al árbitro. Oiga usted: esto es fútbol y hay unas normas, unas reglas del juego. O lo toma o lo deja, pero no quiera usted jugar al fútbol con sus propias reglas. Lo mismo pasa con el sacerdocio: éste es un compromiso que implica unas reglas del juego, unas normas, unos comportamientos. Si a usted le va ese tipo de vida, si le seduce, lo toma, pero, si no, lo deja, nadie le obliga a abrazarlo. Entre esas normas, por razones de servicio y de otro tipo, está el celibato. No quiera usted jugar a sacerdote con sus propias normas. Acate las que hay, las que con su experiencia de siglos pone la Iglesia (y por algo será). Dígame usted si el casado no querría también, quizá, poder adulterar, pues parece que le obligan a ser fiel con su cónyuge.

Resumiendo: suprimir el celibato no nos exime de que haya escándalos por adulterios u otras tentaciones anejas al matrimonio, que, lejos de solucionar un problema, puede crear otros si no hay virtud o fidelidad personal; y segundo, el celibato no es obligatorio para nadie, en cuanto que es una opción de vida que puedo tomar o dejar con total libertad. Pensar de otro modo es creer que en todos los sitios se puede hacer lo que a uno le da la gana. Y eso no puede ser.

Miguel Ángel Irigaray