A través de sus artículos de opinión en La Vanguardia, conocí a Miguel Delibes cuando aún era yo estudiante de Ingeniería Agrícola en la Universidad Politécnica de Barcelona. Me sorprendieron sus descripciones y conocimientos sobre los fenómenos rurales, y recuerdo especialmente su artículo sobre "el capador", por lo que yo había visto y vivido en mi infancia.

Esos artículos me introdujeron en sus novelas, primero las rurales, con personajes típicos de la zona en la que los situaba: La sombra del ciprés es alargada, El camino, Diario de un cazador, La hoja roja, Viejas historias de Castilla la Vieja y, especialmente, Las ratas. Yo conocía los personajes: eran el "tío fulano y el tío mengano"; yo mismo con la pandilla, había ido a cazar ratas de agua que cocinábamos y comíamos en la bodega regadas con un clarete de la Ribera del Duero, después de salir de la escuela en los días largos de mayo y junio, a la edad de doce años. Descubrí en Delibes a una persona capaz de comprender sin degradar. La guinda fue leer Los santos inocentes, aunque aquí ni los personajes ni el ambiente ni la idiosincrasia eran de castellanos viejos.

Como profesor, ya incondicional de Delibes, El príncipe destronado me llevó a comprender mejor a los niños y a saber cómo tratarlos. Me han encantado sus novelas; quizá las más íntimas sean Cinco horas con Mario o Señora de rojo sobre fondo gris... Por éstas pedí que le fuera concedido el Premio Nobel de Literatura; pero se ha marchado sin conseguirlo.

Le he citado habitualmente en mis escritos, especialmente en los que hago referencia a la agricultura y a la ganadería castellanas (la oveja churra, el cordero, la viña, el vino, el campo de Castilla, la perdiz, el conejo, la liebre?)

Iba a decir que le echaremos de menos; pero, como sucede con los grandes hombres, su obra queda. Jamás renegó de su fe, que no ocultaba, y espero que desde el cielo nos siga ayudando, sobre todo a sus admiradores.