se hacía público hace poco el enésimo estudio sobre racismo y xenofobia en nuestro ámbito geográfico y a uno le asaltan ya a estas alturas serias dudas sobre si en según qué trabajos de investigación los resultados están decididos antes incluso de su elaboración. No se entiende la absurda manía que nos ha cogido con esto de que somos racistas. Lo que me inquieta sobremanera es la relajación con la que admitimos nuestra supuesta naturaleza racista, a pesar de que tal condición supone en la práctica una de las formas más repugnantes de injusticia de la que pueda acusarse a la comunidad humana. Mas la cuestión de fondo pasa también por ver si en realidad somos tan racistas como afirman los estudios, o incluso si lo somos en algún grado. Yo no atisbo ese racismo del que se nos acusa y soy consciente de que esta mera percepción me convierte a los ojos de no pocos intelectuales oficiales en el peor de los reaccionarios, cuando no directamente en facha. Pero tampoco me voy a cortar las venas por ello.
Cuando se debate sobre cuestiones importantes -y el racismo lo es como pocas- conviene dejar sentado qué entendemos por racismo. Imagino que quienes tenían vetada la entrada a determinadas playas de Sudáfrica no hace tantos años o aquellos que no podían cursar estudios en la Norteamérica de los años 60 se estarían partiendo la caja ante el terrible racismo que al parecer se estila por estos lares.
Urge acuñar una definición consensuada de racismo, no vaya a ser que estemos emitiendo juicios dispares y hasta antagónicos sobre un mismo fenómeno y todos tengamos razón. El racismo, como puesta en práctica de una discriminación arbitraria, se nos presenta tan condenable que flirtear con él -verlo donde no existe- resulta harto preocupante. ¿Se han preguntado alguna vez por qué los antropólogos eluden de manera sistemática la cuestión del racismo? Prefieren hablar de etnocentrismo, una práctica comunitaria no escrita tan antigua como la propia humanidad. Y tal vez lo sea por lo eficaz que siempre resultó a la hora de defender los intereses propios: pura y jodida supervivencia.
Hemos acabado asumiendo con pasmosa naturalidad que los occidentales somos racistas por naturaleza, mientras que las otras comunidades únicamente pueden ser víctimas de nuestras miserias culturales. Demasiada gente vive en nuestra sociedad del racismo ficticio. Los responsables de tales estudios saben que el diagnóstico está hecho antes siquiera de perfilarlo, antes lo decía. Las Administraciones saben que decir ciertas obviedades contraviene el decálogo de lo políticamente correcto. Como bien lo saben determinados colectivos civiles que se encuentran cómodos en la ramplona afirmación de que sí somos racistas.
Kepa Tamames
Vitoria