el inicio de año vuelve a recuperar la monótona fisonomía con el negro careto del desempleo, el blanco del temporal, los rifirrafes políticos o la presidencia española de un espinoso semestre europeo, aunque Mr. Bean nos eche una mano. Con todo, este sería un escrutinio incompleto si no se sumara el estruendo que viene del exterior abriéndose paso a codazos en los telediarios, un surtido paquete informativo de un trasfondo invariable: el reciente atentado de Pakistán; el ataque a la base de la CIA en Afganistán; las peripecias de un suicida nigeriano con destino a Detroit; el intento de asesinato al caricaturista de Mahoma; la sentencia resolutoria del caso Blackwater; el nuevo frente abierto en Yemen en lucha contra Al Qaeda; el penúltimo vídeo de la amenaza terrorista en el Magreb; o los recientes desvelos en materia de seguridad aérea. Llegados aquí ¿no cabría preguntarse si este rosario de acontecimientos no obedece a una pauta común?
Podría decirse que el interrogante inspira esa vertiente conspiranoica que tanto acomodo suele tener en revistas sobre ovnis o criptozoología. Y, sí, suena pertinente. Sin embargo, recientemente se coló en TVE-2 Fahrenheit 9/11 de Michael Moore. La cinta, aunque parcial y algo quijotesca, es una crítica feroz contra el clan Bush y su intervención en Irak, un incómodo alegato con el que poner del revés los tejemanejes norteamericanos, no sólo gubernamentales, también los empresariales y financieros en la invasión de aquel país.
No pretendo con ello cuestionar la divisa occidental, y excusar de paso al integrismo islámico que atenaza la maltrecha salud de esta aldea globalizada. Sigo pensando que el 11-S nos pilló debilitados en nuestro propio relativismo multicultural, empeñados en seguir interpretando el Islam bajo el código del raciocinio. Quizá, como sugiere Martin Amis, sería oportuno hacerlo también desde el flanco de las emociones. Puede que así descubriéramos el rostro del dolor, del odio, de la sed de venganza y, sobre todo, de la humillación, para decir que bajo el aletargamiento de nuestra segura sociedad democrática, todavía se alientan capacidades para sorprendernos. A menudo se habla de la humillación del mundo musulmán por parte de Occidente, y no les falta razón (Palestina es todo un referente), pero la mayor humillación que padece proviene de su propio Dios, de la creencia en un ser implacable y vengativo que durante siglos no ha tenido la menor conmiseración con el destino de su propio pueblo. Y esa sombra no sólo planea sobre las filas yihadistas, atormentadas entre la realidad y el delirio sangriento, sino que también está presente en comunidades musulmanas que comparten nuestro mismo techo, aunque no participen de los métodos expeditivos de aquellos, pero sí subyugados por una doctrina que, más que aspirar a la justicia y al bienestar, se sostiene en la sumisión y la predicación. Vale recordar a la testigo del burka, que meses atrás exhibía con vehemencia su adscripción ideológica ante las cámaras, alegando la ignorancia de los demás, una peligrosa ignorancia que se le supone a todo aquél que disiente de este credo o que, simplemente, no comparte sus preceptos.
Pero este texto transita por otro derrotero. Después de la masacre de los atentados de EEUU, Madrid y Londres, la prensa internacional habla y hace hablar al mundo de terrorismo. En ese contexto, una noticia de este cariz sólo puede ser superada por otra noticia sobre terrorismo. Proceso que culmina en la tribuna del terrorismo mediático, con Al Qaeda y Bin Laden al frente, para facturarse a todos los medios de comunicación.
Tras los atentados islamistas que inauguraron el siglo XXI, un solo tema parece hegemonizar la información internacional: el terrorismo. El ataque del 7-J en Londres, por ejemplo, llegó a eclipsar el resto de bloques informativos, sacó de las primeras planas a los muertos diarios de Irak, desplazó el debate sobre el calentamiento global, minimizó la campaña de denuncias contra Bush, paralizó las encuestas que mostraban el descenso meteórico de su imagen en la opinión pública estadounidense, y así hasta el infinito.
Como recogía Moore en su película, es difícil ignorar que detrás del mascarón de Bush se ocultaban los grandes beneficiarios económicos de la existencia del terrorismo: las principales corporaciones petroleras, los consorcios armamentísticos y de servicios, los grandes núcleos financieros de Wall Street y las empresas de seguridad que cerraron contratos multimillonarios con el Pentágono, traficando con armas, apoderándose del petróleo y de los recursos económicos y estratégicos a golpe de invasión militar, hasta reconvertir los estados terroristas en flamantes democracias y, de seguido, financiar la humanitaria reconstrucción del país que habían destruido.
La guerra contra el terrorismo que abandera el nuevo siglo -toda vez el anquilosado imperio soviético encallara en su propio lodo-, simula ser la cortina encubridora de un monumental negocio basado en el saqueo de los recursos naturales y estratégicos, promovida por una precisa maquinaria mediática puesta a su servicio. Yemen, el Magreb o los insólitos despistes en el control aeroportuario, suscitan los últimos desvelos en materia de seguridad. A partir de ahora las exigencias en el tránsito de pasajeros serán más intrincadas, y llegaremos a cuestionar la propia gestión de la salvaguarda colectiva de manera preventiva, hasta ver cómo colisiona con los límites que protegen los derechos de la ciudadanía a la que dicen defender.
Pero ¿a quién beneficia todo esto? Orson Welles lo destila con ingenio en su Ciudadano Kane basado en el magnate de la prensa sensacionalista William R. Hearts. Éste, ante la lucrativa expectativa de la guerra hispano-norteamericana en Cuba, envía allí a su redactor Richard Davis y al ilustrador Frederic Remington para cubrir la noticia. Pero, en vista de que no había nada que reseñar, Remington cursa el siguiente cable a Hearts: "Aquí todo tranquilo. No hay disturbios. No habrá guerra. ¿Volvemos?". A lo que éste responde: "Quédese. Usted ponga los dibujos que yo ya pondré la guerra".