NUNCA un dedo dio tanto de sí. Corazón enhiesto al cielo con sonrisa sardónica de telón de fondo y mirada aviesa bajo el flequillo que semioculta al grupo de jóvenes que le increpaban al grito de "fascista" al llegar a una conferencia que iba a impartir en la Facultad de Económicas de Oviedo. Donde va, triunfa. José María Aznar se mueve por encima del bien y del mal. Después de él, la nada. De su cuaderno azul surgió un sucesor melifluo incapaz de hacer borrar su recuerdo, pensará, probablemente porque el hombre del bigote más célebre de la piel de toro de los últimos 40 años se ha empeñado en dejar claro que él es mucho más que un recuerdo. Sus gestos y sus reacciones le delatan. Ni todos sus aciertos logran atenuar lo que se esconde en un hombre de aspecto maquiavélico y con ínfulas de gran estadista, al menos cuando de casar a sus vástagos se trata; de un hombre que rozó la indecencia en sus últimas horas en La Moncloa. Pero sus mayor pecado no es ése, al fin y al cabo la responsabilidad de la política y de la institución trae consigo tomar decisiones: acertar siempre no sólo es difícil, es imposible, y pretender que un dirigente político trascienda los intereses partidistas es, por lo general, pedir peras al olmo. La grandeza está en saber reconocer los errores propios, y el hombre de abdominales improbables y esposa especialista en matrimonios entre manzanas y peras puede presumir de muchas cosas, sobre todo de arrogancia. A veces, nuestros gestos nos delatan, a los que gritan "fascista" y a los que responden dedo en alto.
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