EL Líbano es un país de sonrisa fácil, de trato exquisito que se cuela directamente hasta el fondo del alma. En una tierra tan triturada por conflictos sin fin, el visitante se sorprende a cada paso con la cálida acogida de gentes que respiran una alegría vital contagiosa. (...) Persiste en muchos de sus habitantes el espíritu fenicio, emprendedor, comerciante, viajero. Algunos lo tergiversan convirtiéndolo en picaresca que nos mantiene en alerta los sentidos. En el Líbano se descubre la belleza de la lengua árabe tan suave en los habibi que escuchamos repetidos una y otra vez en conversaciones callejeras, tan sonoro en las erres, en las kas y qus y en las haches aspiradas.

Beirut, la ciudad arrasada, masacrada, torturada una y mil veces, brilla con luz propia y sin saber muy bien cómo, se hace querer, sin remedio. Combina sus cualidades de madre protectora que apacigua y sienta en la misma mesa a sus hijos enemistados con su espíritu mundano de meretriz experimentada que ofrece placeres a todos los que viven el presente por si no hubiera mañana. Despreocupada, pasea, se asoma a la Corniche, fuma narguile con los pies en el agua. Ociosa, se viste de fiesta para mostrar sus encantos en los bares de Jemayze, diseñados según el último grito de la moda. Cosmopolita, culta, hospitalaria en la céntrica calle Hamra, jalonada de hoteles, tiendas y librerías. Sensual, se divierte al son del laúd, cimbreando la cintura, danzando en insinuantes movimientos cadenciales que siguen el ritmo a golpes de cadera. Nerviosa, se aferra al claxon para abrirse camino en los atascos.

Y es que los libaneses conducen desesperadamente, como si fueran a llegar con retraso a la próxima guerra. Los volantes buscan el zigzag mas que la línea recta. La historia de Beirut está repleta de edificios derrumbados, de cascotes que obstaculizaban el paso por la calzada, de check-points controladores, de bidones de cemento y sacos terreros. Ahora la vía está libre pero quién sabe hasta cuándo... las ametralladoras apuntan desde la acera, los tanques están plantados como árboles en los cruces importantes. Pasa una furgoneta. Los padres delante, los niños detrás y cerrando el cortejo interior el kalashnikov visible, amenazador o protector. Campanas y muecines luchan por conquistar el mismo espacio etéreo donde estallan sus mensajes. La mezquita Mohamed Al-Amine, construida con el dinero sunita de los Hariri se alza enorme, orgullosa en la plaza de los Mártires, en ausencia de francotiradores que en un tiempo todavía cercano decidieron caprichosamente quién debía sobrevivir y quién no. La mezquita marca terreno, abriendo paso al Oeste musulmán frente al Este cristiano. La gigantesca cruz de los armenios en el pueblo de Zouk Mosbeh también anuncia a muchos kilómetros a la redonda pertenencia y coto cerrado o, al menos, presencia preminente de la cristiandad en la zona.

El francés retrocede en la medida en que el inglés avanza. La lengua de Molière es más apreciada entre los cristianos. Los musulmanes prefieren el inglés como segunda lengua no porque tengan simpatías especiales por el mundo anglosajón sino más bien por antipatía hacia la lengua de los que apoyaron a los seguidores de la cruz. La evolución de comunidades y lenguas se comunica además directamente con la demografía. Los musulmanes se multiplican por diez en cada generación. Los cristianos, en cambio, engendran dos o tres hijos como máximo. El fenómeno amenaza seriamente al débil equilibrio de una sociedad que mantiene la paz a duras penas. Por si las moscas, el país lleva décadas sin renovar el censo. Aproximarse a la realidad política y religiosa libanesa es una tarea ardua y apasionante al mismo tiempo. Se requiere una extraordinaria capacidad de escucha y un cierto autocontrol para no atosigar a preguntas a los interlocutores. Hay evidencias en las que coinciden todos nuestros informantes. En este rincón del Oriente Próximo hay grandes espacios de libertad que, sin embargo, no alcanzan a los refugiados palestinos. En el Líbano todos tienen razones sólidas para actuar como lo hacen. Es un país tan fragmentado socialmente que la paz es labor artesanal de filigrana, juego de equilibrista sobre la cuerda floja. Así las cosas, la paz duradera es una quimera. Sólo se le puede atribuir, en el mejor de los casos, la categoría de tregua.