HACE ocho meses asistimos al comienzo de una nueva era de distensión y entendimiento en Oriente, brotando tras los pasos que el presidente estadounidense daba en plazas amigas como Egipto y Arabia Saudí. En la actualidad, los planes para formar un segundo paraguas antimisiles frente a Irán y la priorización de los asuntos internos en todo Occidente, dan por congelada otra primavera en mitad del desierto.
No es la primera vez que los discursos recorren distancias imposibles para las actuaciones sobre el terreno, pero a pesar de ello, hablar de fracaso puede ser demasiado atrevido. Las herencias de un pasado sin resolver dentro de un entorno que ha incrementado su actividad desde la efímera invasión de Kuwait, no son del todo compatibles con los planes de estabilidad que tal vez sea mejor plantear a largo plazo. Del mismo modo que atrevidas doctrinas del tipo la revolución y la guerra son inseparables naufragaron durante nuestra Guerra Civil, hoy en día sabemos que nuestro deber es el de escoger entre democratización y guerra contra el terrorismo, entre equidad o seguridad, ya que la consecución de ambas a un tiempo es del todo inviable. Para ello deberíamos aferrarnos a cálculos más realistas, desechando la idea de solucionar de un solo golpe asuntos tan complejos como el conflicto arabe israelí o la derrota del integrismo como alternativa sociopolítica. Contamos con una serie de democracias orientales que, si bien no son equiparables al régimen de libertades del que disfrutamos, constituyen el eje fundamental de nuestra política de cooperación. Antes de entablar grandes combates en montañas lejanas, debemos consolidar un marco de progreso en el Mediterráneo que desarrolle economías y sociedades en pos de una democratización factible sin importarnos la fecha final de dicho proceso. El naufragio del europeísmo turco o la aparición de Al Qaeda en nuestra periferia más inmediata son indicadores más que evidentes de una deriva que la frustrada diplomacia norteamericana trató de reconducir. Para continuar impulsando los intercambios, la socialización de la riqueza y la erradicación del binomio pobreza-ignorancia, no es necesario ni ampliar los frentes de batalla ni elaborar laberínticas hojas de ruta entre estados, basta con poder consensuar un programa realista de mínimos junto con nuestros vecinos del sur, dejando a un lado escrúpulos e intereses puramente nacionales.
Así pues, la próxima cumbre euromediterránea de Barcelona podría ayudar a corregir en gran medida los defectos del plan que Estados Unidos no logró llevar más allá de las salas de prensa.
Jaime Aznar Auzmendi
Historiador y militante socialista