PROSTITUCIÓN, drogas, pobreza extrema, abandono de menores, violencia de género y degenerada, chabolismo intensivo y extensivo, reyertas callejeras, chute de heroína en primer plano, gentes desdentadas, poblados gitanos, casas en ruinas ocupadas, barrios denigrados de la periferia, chatarra, suciedad, menores descalzos entre basura, perros sarnosos, hacinamiento familiar, inmigración desprotegida, gente sin techo al calor del cartón-colchón, biografías rotas por la miseria, el alcohol y el abandono, melancolías fúnebres. Éstas y otras tragedias diarias que sacuden las vidas de miles de ciudadanos excluidos de la centralidad de la ciudadanía y de la renunciación por decreto social, son la base argumental e informativa de dos programas televisivos de alto impacto emocional y elevados índices de audiencia. Eso dicen sus productores. La Cuatro con Callejeros y La 1 con Comando Actualidad abanderan el buenrollismo social con su aparente denuncia social de alto voltaje. Los dos han convertido la degradación social y personal en la salsa rosa de la pobreza y la exclusión más extrema, los dos alardean de pionerismo informativo, los dos muestran a sus respectivos reporteros y reporteras como avezados aventureros inmersos en la jungla de la miseria. Gente de prestigio, dicen, que se la juega para mostrar la nostalgia de la muerte en un escenario donde la actualidad suprema del dolor se convierte en espectáculo.
Una vecina me preguntó el otro día qué opinión me merecían estos programas porque ella, confesaba, se había enganchado al lastimero relato de esas vidas de infortunio, a esos despojos de vida que cada vez que sonríen, sangran de tristeza. A esas existencias vividas al día pero a la altura de la eternidad. Me costó tiempo responder, y más comprender su adicción, porque cuando nos emborrachamos de dolor ajeno y hasta la muerte se banaliza, entonces, y sólo entonces, hemos llegado a la consumación del nihilismo más incapacitante, ése que hoy preside el filisteísmo ideológico más reaccionario. Estos programas muestran la encarnación de la miseria individual más denigrada. El guión televisivo adereza hábilmente emociones de sujetos hipotecados por su propia desventura, la de aquéllos que parecieran sentir el placer de perderlo todo ante las cámaras o el de ver a otros seguir el mismo destino en la pantalla. Como si la vida únicamente mereciera ser vivida por las delicias que florecen sobre sus ruinas.
Y uno se pregunta qué nos ha pasado para que estos desafiliados de la sociedad percibidos, por lo general, bajo el signo de la impureza y de la suciedad como sujetos contaminantes que es preciso mantener a distancia y a los que el poder condenaría sin contemplaciones a la invisibilidad, hoy se muestren como excelsos guerreros y heroicos combatientes mediáticos que relatan una vida que nos conmueve, cierto, pero que jamás nos remueve más allá de la metaficción neorealista de saldo televisivo. ¿Qué ha pasado para que estas biografías segmentadas se hayan convertido en objeto de consumo y sirvan de coartada a tanto charlatán de la desesperación?
Zizek, el principal abanderado del neolenilismo lacaniano, mantiene que asistimos a la virtualización del vacío. Y es que parece que pasan cosas, pero nada interesante ocurre de verdad. La política se ha despolitizado, la verdad es un pasatiempo de adolescentes, la mentira es un arte que cotiza al alza, y la corrupción se ha convertido en un negocio. En este juego perverso donde nada es lo que parece, la miseria, la pobreza y la alta exclusión ya no son objeto de preocupación social, sino de espectáculo puro y duro. Así se muestran estos héroes de la desventura manipulados hábilmente como catalizadores de emociones. Emociones que no sobrepasan la barrera personal cercada por el sobrecogimiento íntimo. Porque el fracaso de los titanes de la pobreza se vende como propio, personal e intransferible. Pero más allá de esta deslocalización social y personal, la sociedad española y sus estructuras de dominación, exclusión o desvinculación social genera casi ocho millones de pobres y precarizados. Y eso tiene una lectura política invisibilizada. Porque las vidas que escupen estos dos programas pareciera que no están inmersas en el mundo, que la sociedad española, sus estructuras económicas, sociales o laborales, son ajenas al devenir indolente de sus vidas, que sus itinerarios de exclusión han sido y son el exponente de una incapacidad personal o de una inadaptación propia que les inhabilita y les convierte en fenómenos mediáticos. Y poco más. Y sin embargo, el conflicto social existe. Y deja víctimas como las que aparecen en la pantalla, pero también muchas más que aguardan en la larga lista de los centros de salud mental, en los despachos privados de los psicólogos, en los servicios sociales o en el paro puro y duro. Son los que sobreviven a pelo, los alprazolamizados y quienes han somatizado la dureza de una vida sin redes de protección en la fibromialgia social de nuestros días. Y es que las biografías personales se han despolitizado, el sufrimiento se ha desocializado y reconvertido en un problema absolutamente privado donde el individuo psiquiatrizado y asistencializado, es aconsejado por psiquiatras, jueces y asistentes sociales, el triunvirato profesional de la contención social que responde a la asistencialización de la nueva lucha de clases. Surge así una lectura acrítica y una visión mediática donde el malestar social pierde significado político y éste se normaliza e integra como malestar privado, ése que sirve de excelente coartada para vender biografías desvinculadas del contexto que las genera. Callejeros y Comando Actualidad participan, con su neorealismo de saldo, de esa invisibilización del conflicto social, el cual no puede ser separado del personal. Lo que ocurre es que éste último no sólo crea menos problemas, es que además es rentable.
Este espectáculo viene a demostrar más que el estado del mundo, el estado del alma, porque a través de esta visualización consumista del sufrimiento ajeno y degradado se llega a aceptar la categoría de mal social o personal, como normal, natural e inevitable. Pero también una realidad que no es tan espantosa como para que no nos proporcione también placer. Y es que, como bien dice Alba Rico, el capitalismo indemniza cada horror real con un juego mucho más real aún; compensa cada dolor auténtico con un placer de ficción mucho más intenso y mucho más auténtico. Porque matar, matarse, hacer daño, hacerse daño, mostrar el dolor y evidenciarlo, no inducen a la revuelta; reclaman sencillamente nuevas dosis. Y es que ya todo es Apocalipsis y todo es orgasmo en esta sociedad donde el devenir es una agonía sin desenlace.