vuelve la nieve a Vitoria y con ella los engorros. Caminar por las aceras supone jugarse el tipo, aparte de llegar con los pies calados. El transporte público es un desconcierto y de nuestro sagrado coche privado mejor ni hablar, pues aparte de helarnos las manos para limpiar la luna nos vemos condenados a circular dando derrapes y bandazos, arriesgando la preciada chapa. Los comerciantes y las brigadas vecinales tienen que tirar de pala para limpiar las calles y encima se ven obligados al esfuerzo añadido de tener que clamar al cielo por la falta de apoyo de los efectivos municipales. Los escolares sacan a relucir su más descarada insolencia con el lanzamiento de bolas que amenazan seriamente a los viandantes, al tiempo que la vida en los colegios se ve alterada. Los accesos a oficinas y centros productivos se dificultan enormemente y se produce una notable pérdida de horas de trabajo. La oposición se apresta a cargar contra el alcalde por su impotencia para paliar todo este caos y el Ayuntamiento, a su vez, advierte sin reparo en su bando municipal que "la nieve es objetivamente molesta e interfiere en el apacible devenir de la vida ciudadana". Así que la ciudad ha olvidado por qué a su patrona le llaman La Blanca, el romanticismo de las estampas del manto blanco, ese entrañable café en un mirador al temporal, los juegos de los txikis en las calles o la sonrisa de Edurnes y Zuriñes. Gasteiz parece haber decretado de repente que la nieve perturba la paz del vitorianismo. A ver si al final va a resultar que era revolucionaria.
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