CONFIESO que me produjo cierta ternura ver el cabreo del presidente del Congreso, José Bono, con los periodistas por insistir en destacar que este lunes sus señorías de ambas Cámaras volvían al tajo tras 48 días de vacaciones navideñas. Sin duda, a Bono no le faltan razones para mosquearse. Primero, porque les asiste la ley, es más, se lo ordena la Constitución. Pásmense porque el artículo 73 de la Carta Magna en su punto primero prevé que Congreso y Senado se reúnan anualmente "en dos períodos ordinarios de sesiones: el primero, de septiembre a diciembre, y el segundo de febrero a junio". Segundo porque, pásmense aún más porque estoy convencida de que no se lo creen, hay diputados, senadores -y parlamentarios, que la Cámara vasca fija el mismo tipo de calendario- que, sí, trabajan, incluso fuera del periodo de sesiones cuando, por cierto, los legislativos mantienen actividad, cierto que mucha menos. Haberlos, haylos, como las meigas. Pero lo que Bono, en su comprensible arrebato corporativista, obvia en su enfado es que imágenes como la de un hemiciclo yermo en demasiadas ocasiones no es precisamente la más edificante en un país con más de cuatro millones de parados que, ellos también, pagan religiosamente con sus impuestos los sueldos de sus señorías. Por no hablar de algunos aforados a los que podrían premiar al parlamentario desconocido. Comprendiendo al señor Bono, en fin, igual el mosqueo debería dirigirlo hacia otro sitio, al frente en concreto. Por aquello de que de aquellos polvos estos lodos.
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