CONVENGAMOS que este tema de los residuos nucleares está resultando candente o, mejor, que quema. Políticos contra alcaldes, éstos contra sus dirigentes de partido o de autoridades autonómicas que desacreditan o se distancian de los crespos en alza o en rebeldía. El tema, hasta ayer más bien aparcado o depositado en un underground que ningún atrevido lo quisiera sacar, ha saltado de lo escondido a lo descubierto como tema que nos atañe a ricos y a pobres, a comprometidos con las siglas del partido o a los responsables del gobierno local o nacional. Lo que hasta ayer era tema tabú por su peligrosidad radiactiva y por la otra peligrosidad política, hoy es quebradero de cabeza y de rechazo de unos y aprobación mayoritaria de otros.

Quedan lejanos aquellos días del combate de las negativas a la construcción de la central de Lemoniz con aquel rotundo Nuklearik ez hecho grito de manifestantes y con el desenlace fatal del asesinato del ingeniero José María Ryan perpetrado por ETA. Después de ese final trágico y abandono de la central de Lemoniz han venido más atenuados los cierres de la central de Zorita y el denostado objetivo del Gobierno Zapatero de cerrar la de Santa María de Garoña para dentro de 15 años. Pero ha sido parvo o muy rebajado el jaleo político levantado por los afectados del cierre de esa central burgalesa. Tal vez se esperaban unas manifestaciones y unas pancartas más protestonas de esa decisión zapateril.

Ha llegado el momento de elevar el tono de la protesta y del endurecimiento de las voluntades políticas con las decisiones tomadas por alcaldes herederos del primer autónomo histórico, el de Zalamea, que han asumido como suyas las decisiones de los vecinos de querer que los residuos nucleares vengan como un maná radiactivo a mi pueblo. Éstos son los tres alcaldes o los tres pueblos que ya han hecho historia o están a punto de hacerla con su voto favorable a la instalación de un almacén nuclear en mi pueblo: Ascó, en Tarragona; Yebra, en Guadalajara y ahora, un tercero que da un paso adelante: Villar de Cañas, en Cuenca. Los alcaldes de Ascó y de Yebra han defendido los intereses económicos o los puestos de trabajo para sus vecinos, pero, sobre todo, han sido muy explícitos o muy valientes, como en el caso de Ascó, de manifestar que el president Montilla conocía su voluntad de anteponer los beneficios del pueblo a los del partido y hasta ha sentado alguna jurisprudencia al declarar que las decisiones del regidor o del Ayuntamiento pueden estar por encima del honorable president de La Generalitat. Y aquí es donde el tema cementerios nucleares, sí o no, se cubre de tintes jurídicos o de relevancia y de responsabilidades.

La gran pregunta que suscita este vidrioso tema de la aceptación y localización de un almacén nuclear es la de sobre quién recae la responsabilidad primera en esa localización de tan peligroso campo de efectos radiactivos: si es cosa del Gobierno central, en primera instancia, o cosa de la autonomía, en segundo grado, o cosa del régimen local, en tercero. O tal vez haya que invertir el orden de las prioridades o de las responsabilidades. Políticos del PP como la secretaria Dolores de Cospedal tienen claro que la decisión de ese engorroso rol recae exclusivamente en el Gobierno central y carga con ese muerto a Zapatero. Pero otros interesados en el tema opinan que la última decisión es cosa de la Federación de Municipios en representación de los alcaldes y su decisión debe ser acatada como una decisión con rango institucional, dada la personalidad jurídica de dicha federación.

Estamos en un momento de importancia, tanto en lo jurídico como en lo político. Y aún más, en un momento en el que la gravedad del caso del almacenamiento de los residuos nucleares por su peligrosidad radiactiva afecta no sólo a los pueblos que se aprestan alegremente a ser recipiendarios de esa carga contaminante, se constituyen ellos mismos en aceptadores de un destino funerario altamente tóxico. Y los efectos de esa peligrosidad o de esas radiaciones no son para tomarlos a la ligera.

Se ha recordado lo bien que han resuelto este problema otros países como Holanda o Francia y, al mismo tiempo, se ha tenido en cuenta que el depositar esos residuos nuestros en cualquiera de esos almacenes atómicos supone un coste de 60.000 euros al día. Si alto o altísimo es el precio del traslado o el depósito de esos residuos en almacenes extranjeros, no deja de ser un tema candente el de elegir un almacén nuclear en cualquiera de esos tres o cuatro pueblos elegidos como tumba o cementerio de 100 años de contaminación.

jubilarnos sí, cuando las rodillas se doblen y no aguanten el cuerpo, cuando aporreemos el teclado con dedos temblorosos, cuando no distingamos las teclas o las ideas, cuando las frases se nublen y el horizonte nos abrace. Cuando el aliento falle y el viento nos tumbe. Jubilarnos, sí, con la bufanda al cuello, las botas puestas y las manos encallecidas. No hay prisa de descanso. Podemos remar exhaustos hasta la otra orilla, apurar nuestra entrega a la vida y al mundo. A los 67 aún podemos dar guerra y servicio. Es posible cocinar a fuego lento, limpiar con menos brío, barrer menos fino? Lo que importa es mantener vivo el entusiasmo con la nueva luz de cada día, afrontar con ilusión la apasionante aventura de cada mañana.

Poco importa la edad oficial de jubilación. El debate se podría más bien centrar en qué le ocurre a una ciudadanía que en buena parte suspira por dejar de trabajar. ¿Puede ser sostenible a largo plazo tanto abismo entre creación y trabajo? Algo falla en una sociedad en la que muchos de sus trabajadores y profesionales suspiran para que se colmen las ocho horas de cada día, los 65 años actuales hasta la jubilación. No podemos mirar tanto a un reloj y al otro.

Demasiada distancia entre ocio y trabajo, entre gozo y tajo, entre arte y vida laboral. Será preciso cuestionar un modelo social en el que el trabajo es tan denostado. Hasta que afinemos las máquinas del mañana, hagamos de las tareas más ingratas las tareas de todos, pero nadie debería pasar las horas pendiente de unas manecillas, de una sirena.

Queremos debates más en profundo. Que se empiece a cuestionar en serio una civilización insostenible, pero que, salvo matices, apuntalan tanto los de un lado como los del otro. Reflexionemos también sobre las reivindicaciones poco sostenibles que estos días se airean y que no reparan lo suficiente en el bienestar de quienes envejecerán pasado mañana. Las generaciones que nos precedieron cuidaron de nosotros y, sin embargo, nosotros nos resistimos a mirar por las que vendrán después. Cierto que hay salarios sin pudor, pero ¿por qué no apretarnos todos un poco el cinturón, si así salvamos también la dignidad de las pensiones del futuro?

Cierto, no se le puede pedir más a quien sube de la mina o baja del andamio. Su descanso ha de llegar más temprano. Será también preciso velar por los derechos laborales, por las conquistas sociales, pero lograda la dignidad incuestionable en el trabajo ¿habrá que apostar algún día por algo más que el bolsillo o los brazos cruzados a los 65? En algún momento el grito debe dar paso a la visión, a la propuesta, al esbozo. ¿Para cuándo las luces largas, el vislumbre de otro mundo?

Mientras suenan los tambores de la batalla para defender los 65, otros borraríamos de nuestra tapa la fecha de caducidad. No nos retire a los 67, señor Zapatero, no meta en nuestro bolsillo el carné de jubilado en la flor de la vida, cuando más podremos ayudar por nuestra experiencia, cuando más podremos servir a la comunidad con todo lo aprendido.