el Alavés es una cuestión de Estado -de provincia en realidad, pero para que se me entienda-. A muchos les parecerá exagerada esta afirmación, pero son los mismos que no entienden por qué el fútbol levanta tantas pasiones, arrastra tanto a las masas... y condiciona tanto a los políticos. Lo he intentado explicar en varias ocasiones, lo de que el fútbol va más allá del atractivo del juego en sí y que el fenómeno social es mucho más complejo que veintidós muchachos en pantalón corto corriendo detrás de una pelota. Por si todavía alguno no lo entiende, le recomiendo encarecidamente que vaya a ver Invictus, la última película de Clint Eastwood que narra cómo utilizó Nelson Mandela el poder del deporte, en este caso el rugby, para aglutinar a los hasta entonces irreconciliables blancos y negros sudafricanos en torno a un sentimiento común. La película es todo un manual de la manipulación, y está mal que yo lo diga, aunque no es nada nuevo. Ya lo decían los romanos -pan y circo- y ya se vé desde entonces cómo los líderes de turno se afanan por salir en la foto de cualquier éxito deportivo para que la sociedad les asocie con las buenas noticias. Por eso, tratar los símbolos con ligereza es cuando menos arriesgado. Se puede atentar contra sentimientos y convicciones mucho más profundas de lo que alguno pueda prever. Lo que está en juego no es sólo el futuro de una empresa del señor Ortiz de Zárate. Estamos hablando del Alavés, el club en torno al que los vitorianos y alaveses llevan gozando y sufriendo juntos casi noventa años. Ojo con frivolizar.
- Multimedia
- Servicios
- Participación