"La ira es una locura de corta duración" (Horacio). A la vista de actitudes personales y colectivas en constante progresión, dudo que la frase responda a la realidad. Ya se trate de secuestros y asesinatos de menores, ya de violencia de género, estafas o manipulaciones financieras escandalosas, podredumbre política o social, rematado todo ello con las monstruosidades terroristas, los análisis consiguientes adolecen peligrosamente de tal subjetivismo, que a veces asustan tanto como los hechos: "¡Cuánto más dolorosas son las consecuencias de la ira que las acciones que la han originado!" (Marco Aurelio).

Ahora mismo está adquiriendo carta de naturaleza un debate preocupante sobre la posibilidad de instaurar la cadena perpetua; la pasión desatada con que se aportan supuestos argumentos deja pocas salidas a la razón, y ninguna a la misericordia, palabra cuyo significado parece haber desaparecido del diccionario.

La precipitación en los juicios siempre conduce a un callejón sin salida; cuánto más en tanto tratan de asentarse sobre valores o principios de mala o nula validez. Los derechos humanos no pueden estar cambiando constantemente en función de la clase política de cada momento; como tampoco la aplicación de la justicia, que se ha sentido incómoda ante la creciente sospecha ciudadana. Sirva la última filípica del Tribunal Supremo al Tribunal Superior vasco, con Ruiz Piñeiro al frente, para constatar que los ciudadanos no estamos tan equivocados en tantas ocasiones. Más aún si damos por bueno el hecho de que los presos en España alcanzan el mayor porcentaje europeo. Algo importante falla en el sistema.

Vivimos en una sociedad donde la exigencia de derechos ignora en demasía la contrapartida del deber, por lo cual nos sentimos inclinados a juzgar alegremente a personas, instituciones o colectivos diversos desde la impunidad del juzgador, que parece ser siempre el que tiene la razón de su parte. Hace años me produjo espanto una emisión radiofónica que trataba de la detención de un terrorista; todas las intervenciones rechazaban la pena de muerte, no por misericordia, sino porque ¡no era suficiente castigo! Preferían el sufrimiento del sujeto desde la pura venganza de la Ley del Talión. Lo peor es que la directora del programa lo exhibía como un triunfo de la sociedad vitoriana al rechazar la ejecución del detenido.

En toda situación conflictiva no hay más camino que el diálogo abierto. Debatir sin condicionamientos previos es una obligación de todos; nadie podemos escaquearnos, postura demasiado cómoda en seres razonables. En esa tarea debemos implicarnos todos, empezando por nosotros los cristianos; quedé impresionado al escuchar a uno de los nuestros pidiendo cortar el cuello a quien ¡había robado una cartera! ¿Qué nos está pasando? Y ya que hablamos de valores inmutables, qué menos que echar mano de la Carta de San Pablo a los Corintios (12.31): "el amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso, no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal (...) Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera".