Apartir de la aceptación generalizada de que la evolución humana tiene su origen en el África oriental, hasta fechas muy recientes se venía dando por buena la teoría de que un proceso de deforestación de amplias zonas selváticas habían obligado a determinadas especies de simios a descender de los árboles, echar pie a tierra, adentrarse en la sabana y, a falta de mejor opción, expandirse por el mundo sin rumbo fijo. Es decir, según esta teoría, fueron el cambio de hábitat y el hambre los que forzaron la evolución biológica de los primeros homínidos bípedos, cuyo eslabón más conocido es Lucy, una hembra que vivió hace 3,2 millones de años a 150 kilómetros de la actual Adis Abeba. Pero esto ya no es así.
Fue hace apenas tres meses cuando la revista Science informó del descubrimiento al noroeste de Etiopía de los restos de Ardi (Ardipithecus ramidus), también hembra, que, con una antigüedad de 4,2 millones de años, es el último ancestro común conocido de humanos y chimpancés. Con todo, la importancia del descubrimiento no radica sólo en las peculiaridades antropomorfas de Ardi (bípeda, pero con pies prensiles), sino en la constatación científica de que vivió en un ambiente boscoso, subía a cuatro patas a las ramas de los árboles y caminaba erguida sobre las dos piernas cuando se encontraba en el suelo, sin apoyarse para ello en los nudillos de las manos, como todavía siguen haciéndolo los chimpancés. Es decir, Ardi era ya bípeda antes de que tuviera que abandonar los árboles por la deforestación de los bosques y se viera obligada contra su voluntad a explorar nuevos mercados. La pregunta es ¿por qué? Los humanos damos por hecho que andar a dos patas es lo más normal del mundo, sin percatarnos de que somos los únicos bípedos terrestres de los 1.300 millones de especies animales existentes (más de 5.000 son mamíferos). Somos la excepción que confirma la regla. Los científicos coinciden en que, al menos en términos físicos, ponerse de pie no supuso en ningún momento comodidad alguna, ni aumento en la velocidad de locomoción, ni mayor capacidad de ataque o defensa. La única aparente ventaja fue la posibilidad de liberar las manos. Pero ¿para qué?
En consonancia con la teoría del origen de las especies por medio de la selección natural (1859) con la que Darwin desarrolló la importancia de la expresión emocional para la supervivencia y la adaptación, los investigadores de Science interpretan que los antecesores inmediatos de Ardi no decidieron ponerse de pie por razones estéticas, prurito personal, mayor comodidad, velocidad o agresividad. Tampoco -como cabría quizá pensar- por una mayor productividad en la recolección de frutos para consumo propio, sino por una decisión consciente del macho de aumentar su capacidad de transporte de productos con los que atender a la hembra, ganarse su reconocimiento y consolidar los lazos afectivos.
Asimismo, la propia Ardi había ya abandonado la idea de dejarse engatusar por el más alto, el más rápido o el más fuerte, y decidió elegir a quien, tras férrea disciplina, trascendía de su propia comodidad y apostaba por el espíritu innovador, la implicación diaria, la mejora continua, la garantía de suministro, el servicio personalizado y el vínculo amoroso. Había en todo ello una novedosa simbiosis de contrato emocional y ventaja competitiva. Las necesarias mutaciones se fueron produciendo, generación tras generación, por selección natural. Y fue así como los bípedos se hicieron humanos o, quizá, los humanos nos hicimos bípedos.
Cuatro millones y medio de años más tarde, fueron los japoneses quienes, conjugando la inteligencia emocional de Oriente -y su milenaria filosofía de superación- con la inteligencia racional de Occidente -modelo de empirismo e ilustración-, comenzaron a desarrollar hacia 1950 la estrategia de mejora de la calidad denominada Kaizen (kai, cambio -zen, bueno) y la pusieron en práctica con evidente y reconocido éxito en su tejido industrial.
Las bibliografías relativas al espíritu innovador, la mejora continua y la búsqueda de la excelencia ocupan ya muchas gigas de información, pero quizá podríamos resumirlas en dos brevísimos apartados. Por un lado, como lo descubrió Ardi, lo pusieron en valor los japoneses y lo definió entre nosotros Juan José Goñi, director del Instituto Ibermática de Innovación: "Sólo existe motivación si se comprende y se comparte el deseo de algo atractivo para el futuro". Y este deseo de compartir un futuro atractivo no se consigue dentro de la empresa por razones de jerarquía, incentivos económicos o estricta profesionalidad, sino por el contrato emocional que se pergeña al socaire de un sentimiento de pertenencia.
Por otra parte, no basta con que los miembros de un equipo se sientan razonablemente satisfechos; además, el conjunto de la organización debe ser capaz de generar nuevos productos o servicios de éxito en el mercado, para lo que -en palabras de Mikel Ugalde director de Euskalit- la estrategia de la organización debe formular las ideas directrices necesarias, contemplar la labor de liderazgo, valorar a los clientes y tenerlos en consideración, involucrar al mayor número posible de colaboradores, y establecer indicadores que permitan fijar objetivos y medir resultados.
Ardi pertenecía hace ya cuatro millones y medio de años a una especie que había optado por no quedarse a cuatro patas a la espera de acontecimientos. Tomó la iniciativa y se decidió por una de las estrategias más innovadoras, hasta entonces inimaginable: se puso de pie y liberó no sólo sus manos, sino también su mente. Una decisión que propios y extraños la calificaron sin duda de innecesaria, estrambótica y antinatural, por mucho que Ardi y los suyos lo hicieran no tanto por interés individual sino por sentido de pertenencia y supervivencia de los suyos, por amor y ventaja competitiva.
La historia ha demostrado que fue una decisión exitosa, no en vano los descendientes de Ardi somos hoy la especie de primates más extendida. La única especie conocida que puede hablar con propiedad de mejora continua. El resto de las especies apenas ha evolucionado desde entonces. Nuestro desafío consiste en continuar mejorando, de forma sistemática y disciplinada, un día sí y otro también.