Sí, lo reconozco, soy una estúpida insatisfecha. Mis días pasan sin huella, me quejo de cuanto me rodea y por más que tengo, nada es suficiente. Cada segundo lo absorbo con ansiedad buscando otro mejor, otro instante más completo, más diferente, más? ¿auténtico? Qué absurdo. Qué necia. Encerrada en mi universo de necesidades infinitas leo los periódicos. Lamento los desastres del mundo mientras que yo misma voy estrujando su savia.
La muerte de miles de personas enterradas bajo escombros si acaso consiguen un segundo de mi adorado tiempo. Un instante en decir ¡qué fuerte! o ¡pobre gente! Pero mi día sigue girando, nada puede alterar el ritmo de mi universo.
Pero esto no es nuevo. Recuerdo que en mi adolescencia dos aviones echaron abajo las Torres Gemelas de Nueva York. El bombardeo de imágenes sobre el atentado fue incesante. Pero plantada ante el televisor, con un bocadillo de Nocilla, mis comentarios fueron los mismos, y tras ver varios telediarios, volví a mi gran preocupación sobre el qué ponerme para la fiesta del fin de semana. ¿Será que nací insatisfecha o sólo estúpida?
El caso es que pensando en esto, tomando café con unas colegas, el terremoto de Haití salió en la conversación y, ¡sorpresa!, ¡No era la única con este síndrome de nacimiento! Mi alivio, en un principio, acabó por tornarse en una terrible inquietud.
Y ya no es un problema económico, sino de tiempo, de segundos, de minutos, y si estamos generosos, de horas. Miles de personas en nuestro país mueren enterradas en la más profunda miseria de la soledad. Sin ir más lejos, si nos fijamos en nuestros compañeros de piso, o en la vecina que siempre grita para que bajemos el volumen de la música. ¿Por qué nunca pensamos que quizá no tiene a nadie más quien gritarle? O a ese amigo que llega a trabajar con cara de haber dormido poco, ¿por qué no le invitamos a un café y le preguntamos qué tal en casa? Son miles de cosas que podemos hacer por los demás y no hacemos porque el reinado de nuestro ombligo es mucho más fácil, más cómodo.
Mientras no miremos al de enfrente cuando nos sentemos a leer el periódico y veamos en portada las desgracias que pasan en Haití y en el mundo sólo podremos decir, ¡qué fuerte!, ¡pobre gente!