El proyecto de la nueva Ley del Aborto que impulsa el Gobierno de Zapatero encierra un importante valor simbólico que, entre otros efectos, ha contribuido a espolear y agitar a los sectores integristas de la Iglesia católica, que han encontrado en este debate un terreno abonado para enarbolar sus cirios inquisitoriales y ganar capacidad de influencia en ámbitos eclesiásticos, sociales y políticos. Tras la multitudinaria Misa de la Sagrada Familia celebrada este fin de semana en Madrid -la última movilización en la que los sectores reaccionarios de la Iglesia se han echado a la calle-, ayer mismo grupos antiabortistas capitaneados por la ultraderechista Alternativa Española mantuvieron la presión a las puertas de determinadas clínicas de distintas capitales del Estado en protesta contra la Ley del Aborto, al tiempo que contrataban esquelas "por los niños abortados" en varios diarios conservadores, en un acto tan macabro como demagógico. Son algunas muestras de que los movimientos neocon están avanzando con fuerza en la Iglesia católica, tanto en la base como en la jerarquía, desde que Antonio María Rouco Varela retomó el control en la cúpula. La masiva ceremonia que anteayer congregó a miles de personas fue impulsada por el Camino Neocatecumenal -el grupo integrista liderado por Kiko Argüello-, pero oficiada por el propio cardenal Rouco y a la que se sumó a través de videoconferencia el mismísimo Benedicto XVI. El acto repitió el guión de las dos anteriores exhibiciones: la defensa a ultranza de su modelo de familia tradicional, una crítica excluyente al resto de opciones y el virulento rechazo al divorcio y al aborto, todo ello envuelto en un indisimulado tono apocalíptico. El argumentario está repleto de estigmatizaciones y lugares comunes, pero la Conferencia Episcopal no duda en abrazar el discurso fundamentalista alimentado por organizaciones emergentes como los Kikos, los Legionarios de Cristo o la Milicia de Santa María, al tiempo que utiliza los nombramientos en las diócesis como fichas de ajedrez para tomar posiciones en el control en la cúpula eclesiástica, una estrategia de la que no está exenta la propia Iglesia vasca, como ha demostrado el contestado nombramiento de José Ignacio Munilla.
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