CUÁNTA soledad podemos aguantar los seres humanos? ¿Cuánta un recién nacido? ¿Cuánta un adolescente? Esto de la cantidad tolerable de soledad tiene inevitablemente que ver con nuestra forma de vivir y sentir el paso del tiempo. Complejo asunto, porque parece obvio que ni sentimos el paso del tiempo de la misma forma en distintos momentos a lo largo de la vida, ni probablemente el tiempo se ha vivido igual en las diferentes épocas históricas. Digo probablemente, porque ¿cómo saberlo? El tiempo nos constituye y quizá nos pase como a los peces con el agua... según Einstein. Él, en cierta ocasión, preguntó a sus interlocutores: "¿Ustedes saben quién descubrió el agua?" Y después de una breve espera él mismo respondió: "No lo saben ¿verdad? Yo tampoco, pero seguro que un pez no". Pretendo, a pesar de todo, trasladar una cierta sospecha: la de que, en los tiempos que corren, algo importante se está alterando en relación con este asunto, algo que puede abocar a algunos a sufrir una especie de sobredosis de soledad. Algo que, de ser así abriría el interrogante sobre los efectos, inciertos e inquietantes, de esa soledad sobre todo cuando afecta a niños, niñas y adolescentes.

Los cachorros humanos llegamos al mundo antes de estar hechos. En realidad, en un cierto sentido, todos somos prematuros, incapaces de sobrevivir sin adultos que se hagan cargo de nuestra crianza. Toda la experiencia humana lleva la marca de esta insuficiencia original. Porque precisamente esa insuficiencia es lo que hace tan determinante la presencia de los otros. Presencia esencial no sólo para la supervivencia física. El encuentro con otros seres humanos dispuestos a nutrirnos con leche, ternura, papillas, caricias, brazos rígidos a veces, y a veces distendidos, nos sumerge en un mundo cargado de sentidos. La posibilidad de no perdernos irremediablemente, de poder, al menos en cierta medida, descifrar esos sentidos, pasa también porque alguien nos acompañe en ese empeño, alguien que nos preste su rostro y sus gestos como un mapa con el que orientarnos. Así nos construimos.

Toda la crianza puede ser entendida como un proceso de regulación, que, mediante la dosificación adecuada de la soledad, pretende que el sujeto en construcción pueda llegar a hacerse cargo de sí mismo y, con el tiempo, de otros (Gu sortu ginen enbor beretik sortuko dira besteak... como cantaba Mikel Laboa). Muchos de los juegos de los niños (todavía juegan) giran alrededor del tema de la presencia o ausencia, de la desaparición o aparición (súbita, alborozada) del padre o la madre. Son representaciones que permiten a los protagonistas jugar a controlar aquello que a menudo les desborda y que nos hacen pensar en la importancia del significado de esas vivencias. Basta con recordar las carcajadas de un bebé cuando juega a taparnos o taparse los ojos y saludar efusivamente en cada reencuentro después de ausencias de algunos segundos.

Pero me refería también a los y las adolescentes. Aparentemente la escena es muy diferente. Algunas veces parecería casi el negativo de la anterior. Los adultos reciben el impacto de una cierta pose de autosuficiencia que los excluye. El mensaje aparente es: no necesito a nadie y menos a vosotros (a los padres). A estas alturas sabemos lo importante que es que los adultos sigamos estando ahí, disponibles para ser abandonados, dispuestos a encajar el golpe del rechazo sin caer en la revancha, sin tirar la toalla, sin abandonar. En esta época de la vida, auténtico cúmulo de paradojas, la necesidad de creer (porque se duda) en la propia capacidad de sobrevivir siendo autónomo, puede llevar a rechazar (porque se necesita) el acompañamiento de los adultos.

Ahora ¿qué sucede si una cierta manera de vivir el tiempo y de organizar la vida familiar interfiere en la posibilidad de acompañar a los menores en el proceso de crianza? Empecemos por una evidencia: el descenso en el número de hijos por familia ha sido vertiginoso en nuestro entorno en los últimos años. Esto genera constelaciones familiares diferentes y, junto con otros factores (separaciones de los padres o incorporación de la mujer al mundo laboral fuera del hogar) se relaciona con lo que podríamos considerar un cambio en la regulación de los tiempos de soledad, de los ritmos en la presencia o ausencia de los adultos en la crianza.

Los niños llave, esos que cierran la puerta de la casa a la mañana, porque son los últimos en salir, y la abren a la tarde cuando llegan del colegio, son personajes cada vez más habituales entre nosotros. Parece claro que se está dando una cierta modificación en la forma de gestionar el tiempo y la presencia, sobre todo de la madre, en el escenario familiar. No hace mucho la madre estaba siempre y los hijos llegaban o se marchaban dando esa presencia por supuesta. Esto, en muchos casos, no es ya así, lo cual supone que haya que organizar horarios, recogidas de niños en la escuela o en la parada del autobús. Obviamente, el problema no es tanto que las mujeres hayan dejado de ocupar ese lugar o de cumplir con esa función (sólo en cierta medida, porque siguen siendo sobre todo ellas las que están cuando hay alguien en casa) como que esa función no sea valorada y reconocida, de manera que, si no puede estar uno de los miembros de la pareja, esté el otro. Como en otros asuntos, aquello que ha sido asumido por las mujeres hasta ahora, en la medida en que se desvaloriza, puede ser abandonado, como si no se perdiera nada.

Cabe preguntarse sobre la influencia que esta nueva forma de estar (o no estar) en casa puede tener, como efecto colateral, en las vivencias (incluidos los afectos y las ansiedades) que se generan en la crianza. Puede, por ejemplo, acrecentar la sensación de pérdida de control de los pormenores del quehacer diario del hijo o generar la sensación de no cumplir con lo que se espera de una buena madre (o padre). Me parece que tiene que ver con esto, como reacción, lo que es frecuente oír hoy en día: eso de que, en cuanto al tiempo que se pasa con los hijos, lo importante es la calidad, no la cantidad. Hombre, como diría Woody Allen, si la cantidad es menos de una vez al mes, quizá habría que replantearse de lo de la calidad. Sí, claro que se refería a otra cosa, pero plantea algo que viene a cuento.

Un exceso de soledad, el sentimiento de vacío, de falta de presencia de las figuras que aportan sosiego y cobertura emocional, si llegan a desbordar las posibilidades del adolescente, puede ser compensada por relaciones muy recargadas fuera del entorno familiar, a menudo relaciones de una calidad cuestionable, que pueden poner al adolescente en situaciones de riesgo. Para todos los adolescentes, las relaciones con amigos y amigas tienen una importancia fundamental y es saludable que sea así. La cuestión es que si el agujero que se pretende llenar es demasiado profundo, el o la adolescente puede sentirse demasiado vulnerable y encontrarse sin recursos para regular su implicación en las relaciones o la calidad de éstas.

Igual que el verdugo puede tener mil caras, también el abandono que genera sentimientos de vacío y soledad puede tomar diferentes formas. Una de las más comunes es la claudicación de los adultos en el sostenimiento de las normas y límites. Dejar de confrontarse con los adolescentes, renunciar a marcar (aunque se discuta y se negocie) dónde está la frontera entre lo aceptable y lo que no lo es, constituye una de las formas más eficaces de abocar a los adolescentes al desamparo.