NO está de moda la llamada al rezo, tampoco la visibilidad de lo religioso. Se puede ser suizo y musulmán, pero un 57,55% de votos suizos rechazan el minarete, porque es una amenaza para la identidad suiza. El miedo no es buen consejero. Estamos hablando de un país con siete millones y medio de habitantes, cuatrocientos mil musulmanes, el cuatro por ciento de la población y cuatro minaretes. Todo un verdadero problema.
Los lenguajes de la democracia son inescrutables, porque la misma ciudadanía reconoce que en tal país no hay problemas de extremismo musulmán, pero no está de más un ataque preventivo, antes de que crezcan más, antes de que la religión musulmana vuelva a defender su presencia en el espacio público, antes de que se envalentonen las minorías.
Suiza es invisible, es neutral. Durante la segunda guerra mundial el dinero nazi, el dinero judío, el dinero aliado… no tenía patria, era dinero invisible.
Según Oxfam, organización inglesa para el desarrollo, una tercera parte del dinero invertido en todo el mundo en el extranjero por parte de personas particulares se encuentra en Suiza. Eso no se ve, ni se toca. El apoyo a la evasión fiscal es descarado, pero imperceptible a los ojos. Hablamos de billones de capital privado extranjero en Suiza que no tributan en su país de origen y nos quedamos con las palabras que se lleva el viento, pero no hay los informes. Las estadísticas son invisibles en esta cuestión. Se habla de secreto bancario, pero otra terminología lo expresa como fraude fiscal, evasión de impuestos, blanqueo de dinero. Y es que en Suiza no es delito la evasión fiscal, aunque sí el fraude fiscal, que supone una falsificación activa de documentos, pero como el fraude es invisible… Además, esa situación también afecta a los capitales procedentes de los países en desarrollo. Después se hablará de la gran ayuda de Suiza al desarrollo, que no llega ni a una quinta parte de lo que se apropia del dinero procedente de esos países, como denuncia Bruno Gurtner, de la Coalición Suiza de Organizaciones para el Desarrollo.
En este democrático país se dio la paradoja de que en 1968, en Ginebra, tenían una alcaldesa, pero por ser mujer no podía ejercer su derecho democrático en las votaciones federales. Suiza estampó su firma en la Convención de los Derechos Humanos del Consejo de Europa con la condición de que se produjese la igualdad jurídica entre sexos, y en 1971, dos tercios del electorado masculino permitieron que las mujeres ejerciesen su derecho a voto y saliesen de la invisibilidad democrática.
Y en ese contexto, algo muy curioso sucede con nuestra percepción respecto al ejército suizo. Solemos decir que no existe, pero todas las personas adultas entre 20 y 40 años pertenecen al ejército. En un país tan pequeño la existencia de medio millón de soldados no nos habla precisamente de neutralidad ni de pacifismo. Cada cual tiene su fusil automático y su uniforme en casa. Además de unos meses de instrucción al principio, realizan anualmente unas prácticas obligatorias anuales de varias semanas, y después sus tareas habituales.
La verdad es que uno no sabe muy bien hasta qué punto la población musulmana participa en estas actividades invisibles, pero quienes han votado en el último referéndum son conscientes de que aquello que tiene verdadera importancia es lo que no se ve, y atacan el crecimiento de minaretes como una siega simbólica de algo que puede crecer, aunque no se vea. No se prohíben las mezquitas, sólo se da un pequeño toque de silencio al símbolo de la llamada a la oración, al punto más álgido de una posible nueva mezquita. Y todo ello en nombre de la democracia, en nombre de la libertad, para fortalecer los derechos humanos de la ciudadanía. En fin...
QUIZÁ por reprimir su vida sexual, nunca se ha escuchado desde un púlpito católico un sermón sobre educación sexual: la prevención de embarazos no deseados, sobre las prácticas sexuales, los beneficios de los métodos anticonceptivos o las cargas económicas por tener hijos. Crea desconcierto, que el clero, renegando de ser padres o mejor dicho madres, arremetan contra aquellas mujeres o adolescentes que no quieren asumir esa carga abortando.
En oposición a la ley del aborto: condena la Conferencia Episcopal, que una menor de 16 años no tiene la conciencia moral para saber qué hacer con un embrión en su seno. Pero ¡agárrense! sí lo tiene para criar a un hijo con todas las obligaciones y responsabilidades que conlleva la maternidad. Es decir: una adolescente que apenas acaba de jugar con muñecas, sin terminar sus estudios, sin formación, sin un futuro profesional, pensando en novios y cantantes, en época de descubrimiento sexual y emocional, y sin pareja estable, ya le endosan una responsabilidad, a la que buena cantidad de mayores les sobrepasa y con todo el derecho del mundo no quieren asumirla.
El clero no tiene conciencia para entender qué es la adolescencia. No les importa si la menor está preparada emocionalmente para educar a un hijo, lo que importa, es que bajo cualquier pretexto, se tienen que traer el mayor número de hijos al mundo. Es un ataque contra la adolescencia, contra la familia y contra la formación de nuestros hijos.
Si los miembros de la Conferencia Episcopal no están emocional y espiritualmente preparados para entender el problema, que hagan oración y se pongan en tratamiento: en manos de educadores sociales, psicólogos y sexólogos como lo hacen la mayoría de padres cuando las responsabilidades fruto de la paternidad les superan: incomunicación familiar, carencia afectiva, fracaso escolar… Asumiendo que la vida no es mortificación, un valle de lágrimas en la que hay que inculcar el sentimiento de culpabilidad en la gente, cargándolas de responsabilidades.
Así, la falta de formación en las madres adolescentes, en lugar de erradicar un problema, crean legión de ovejas descarriadas, justificando la labor caritativa de la iglesia al ir a socorrer a las familias con dificultades. La vía de la oración, del diálogo con Dios es desconocido entre la cúpula eclesial, prefieren aferrarse ha recitar letanías carentes de reflexión en grandes templos e inculcar el sentimiento de culpa o pecado entre sus adeptos, y así, siendo cautivos de sus almas, hacer de intermediarios para su redención. Como si Dios fuese un degenerado por dotar al ser humano de sexo y placer.
La hipocresía de los que se manifiestan contra el aborto es de carácter sobrenatural, ¿Acaso las madres adolescentes que decidan parir los hijos, serán acogidas por sus ilustrísimas y podrán continuar sus estudios en los carísimos colegios y universidades católicas, financiando toda su carrera? ¿Aportaran un sueldo para criar al amado hijo mientras su madre estudia?, o ¿le buscaran un trabajo bien remunerado en las punteras empresas de la derecha católica, para que no tengan problemas económicos el resto de su vida? Pero no, no está el clero para asumir que es cómplice de esos abortos, al abandonar a su suerte a las mujeres que deciden traer los hijos al mundo. Bien se guardaran de inculcar el sentimiento de culpabilidad en los ricos, por no comportarse como buenos cristianos y excluir de sus universidades y escuelas a inmigrantes y familias desarraigadas por falta de medios, futura mano de obra barata con la que los ricos católicos se harán mas ricos. Falta pues seguir al obrero carpintero de Nazaret y darse de baja de una iglesia rica y jerarquizada que solo va al poder y al dinero.