NINGUNA institución, ningún parque zoológico, quiere hacerse cargo de las tres crías de puma que, abandonadas por su madre, encontró junto a un tronco de árbol en la cordillera chilena de Nahuelbuta el leñador Juvenal Gallego. Esperó el leñador dos días a que llegara la madre, pero al ver que no aparecía se llevó los tres pumitas a casa. Pero semanas después, asustado de la velocidad con la que crecían y el apetito de los pumas, dio parte a las autoridades sin que hasta el momento nadie le haya resuelto el problema. El leñador Juvenal Gallego bien pudiera ser hombre de buenos sentimientos y natural caritativo, discípulo inconsciente del difunto amigo Félix. El leñador Juvenal Gallego, fíate y no corras, bien pudiera, también, hacerse pasar por padre putativo de la camada por aquello de yo los crío, los engordo y, cuando estén bien lucidos, hala, a ver quién da más. Que los pumas, aunque todavía criaturas, pumas eran y rentable carne de zoológico. Dejemos a un lado sus intenciones y vayamos a los hechos vividos por Juvenal Gallego. La cosa es que, al principio, bien, como tres gatitos. Pero luego, a medida que los bichos fueron creciendo, la madre que los parió, qué desastre. Lo mismo te desgraciaban medio culo de una dentellada que te destrozaban los morros de un zarpazo. Y sólo querían jugar. Así que el leñador Juvenal Gallego decidió que lo mejor sería negociar con esa Misericordia de las fieras que son los zoológicos. Y en eso anda, sin poder encajárselos a nadie, mientras los tres pumas zangolotinos se le cagan por toda la casa.
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