EN unos tiempos en los que se prioriza la inmediatez sobre la trayectoria, la forma sobre el fondo y la imagen sobre la esencia, puede ocurrir lo que ha sucedido con Barack Obama, primer Nobel de la Paz de la historia que, dos meses después de conocer su premio, ordena la perpetuación de la guerra, en este caso de Afganistán, con el envío de 30.000 soldados más a la asolada región, a la vez que fuerza a sus aliados europeos a que sigan el camino marcado por Washington con el traslado de otros 7.000, bajo el paraguas de la OTAN, que a estas alturas parece más que claro que no deja de ser una organización que se rige por el Pentágono. Uno de los que cumple al dictado el guión estadounidense es el presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, quien desde que llegó al poder con el aura de la retirada de las tropas de Irak no ha hecho sino aumentar el número de soldados españoles en aquel país. Con el agravante de que sigue insistiendo que se trata de una misión de paz, como si lo de Afganistán no fuera una guerra con todas las de la ley, como si tratara de convencer a la opinión pública de que los españoles allí destacados se dedican a acciones humanitarias, cuando están en una tierra que no ha conocido un solo instante de paz desde hace decenios. Obama, al final, lo que pretende es el milagro de que en el feudo de los talibanes ocurra de forma milimétrica lo sucedido en Irak. Que el envío de más tropas durante un periodo de 18 meses acabe con la denominada insurgencia para, de esta manera, poder vender la retirada antes de cumplir sus cuatro primeros años de mandato. Acabar, en definitiva, a base de bombas para el feliz regreso de las tropas estadounidenses en desfiles victoriosos. El problema con el que se puede encontrar Obama, como apuntan numerosos expertos militares, es que Afganistán no es Irak, donde la resistencia se vertebró en torno a un sentimiento nacionalista sin presencia talibán. La fortaleza de los talibanes, no sólo en Afganistán sino también en la fronteriza y cada vez más inestable Pakistán, augura más tiempo de dolor y muerte en la castigada región y puede actuar como un auténtico boomerang para el primer Nobel de la Paz que, sin recoger todavía el galardón, ha decidido vestir el caqui de comandante en jefe.