HACE unos días, y con motivo del noveno aniversario de su muerte, algunos -pocos- amigos celebraron en Nerja un modesto homenaje a Antonio Ferrandis, Chanquete. Marinero de agua dulce, veterano de sonrisa agradecida y lágrima fácil, abuelete barbado y eternamente entrecano a quien la fama pilló ya de vuelta de mil miserias. Antonio Ferrandis dejó de ser Chanquete para ser historia. Humilde historia, cierto, pero historia, en un país en el que uno sólo existe si es que sale en la televisión. Quién lo iba a decir que al magnífico actor Ferrandis acabase por destruirle su propio personaje, ese viejo marino tontorrón, imposible jubilado de la pesca que la ficción convirtió en uno más de la cuadrilla de mequetrefes veraneantes, como si alguna vez hubieran existido lobos de mar dispuestos a dejarse hacer por una tropa de impertinentes ociosos. La tele se lo dio, la tele se lo quitó. A Antonio Ferrandis, segundón todoterreno y actor versátil con la versatilidad de las mil hambres del cómico, se le quedó al final la cara de Chanquete para los restos y resultaba ya difícil identificarle sin la gorra marinera, la camiseta a rayas y la cachimba, como un Popeye irreverente haciendo piruetas imposibles en la interpretación de un personaje de Chéjov. Qué va. Él, en su Verano azul y su cuadrilla de niñatos pijos, amigos para siempre, Chanquete para siempre. Tan para siempre, que cualquier día nos lo reponen. En el homenaje, dicen, faltaron todos sus compañeros de la incombustible serie. Así es la vida. Y la muerte.