LA educación ha sido y es caballo de batalla de todos los regímenes políticos. Quien ha sido capaz de dominar la enseñanza, ha tenido en sus manos un instrumento fundamental de control social y de permanencia en el futuro.
La Iglesia católica ha sido, y en cierta medida todavía lo es, el ente más privilegiado respecto a esto. Retrospectivamente, el tema pasa de puntillas en la Constitución de Cádiz de 1812, pero las dudas y responsabilidades se acentúan a partir de la segunda mitad del siglo XIX. La educación pública española estaba supeditada a los intereses de la escuela privada, en manos mayoritariamente de las órdenes religiosas. En definitiva, era la Iglesia la legitimadora del poder y del orden social. Es en 1876, tras la I República, cuando Cánovas constitucionaliza una tolerancia hacia otros cultos (el famoso art. 11), pero respetando la moral cristiana. Abierta la caja de Pandora, las expresiones políticas y sociales del país se dividen en clericalismo (término que hace referencia a la esfera política y no a la de la religión; concretamente la pretensión del clero de controlar la sociedad civil y el Estado) y anticlericales (representantes de los procesos de secularización, por lo tanto, en contra de la pedagogía y los contenidos educativos de las escuelas confesionales, y a favor del laicismo en la enseñanza, kulturkamp español).
La Iglesia quería mantener a toda costa su papel de institución nacional. Por el otro lado, republicanos, socialistas y anarquistas estaban unidos por el deseo básico de romper con el finalismo del espíritu religioso y construir una vida pública al margen de la revelación divina. El hecho religioso se concebía como opción personal que debía quedar circunscrito al ámbito de la conciencia individual, por lo mismo, fuera de las aulas.
Los procesos de modernización que se manifestaban en todos los países del área católica europea, en los aspectos referentes a la política, economía, educación y sociedad, en España se encuentran desde el inicio con la oposición de la Iglesia. Su rechazo es total. Obstaculizaba cuanto podía el desarrollo de la ciencia y el progreso, favoreciendo el fanatismo y la superstición frente a la razón y la civilización. Nos habíamos anquilosado. Cualquier paso adelante hacia la secularización del Estado, por tímido que fuera, constituía un serio problema.
La instauración de la II República en 1931 promueve un nuevo modelo de escuela: suscita la neutralidad religiosa, ideológica y filosófica respetando la conciencia de los menores, al mismo tiempo que la libertad religiosa de los profesores que hasta entonces tenían la obligación de impartir la clase de religión. Como decíamos al principio, el magisterio republicano también se entendía como uno de los resortes imprescindibles para conseguir el cambio social. La reforma tenía que dignificar las condiciones de vida del maestro (sus sueldos corrían a cargo de los municipios donde impartían clases, sueldo de maestro como sinónimo de pobreza). Hay que recordar que la tasa de analfabetismo rondaba el 60% de la población del país, de manera que, más que educar contra el analfabetismo, parece que la Iglesia se había dedicado a educar contra el analfabetismo moral. Y eso no se lograba con el abecedario, sino con el catecismo, como hicieron después.
La Iglesia, que casi había monopolizado la enseñanza para su beneficio y solamente para los más pudientes, seguía impartiendo el sentido doctrinario y oscurantista de su doctrina, no pudo aguantar más insolencias e intrusiones. La enseñanza promovida por la República aparecía a sus ojos sucia y cubierta de manchas producidas por el contagio de doctrinas foráneas, anticatólicas y antiespañolas. Esta doctrina desde el principio del Alzamiento se puso del lado de los rebeldes contra la República con fines muy claros: recuperar, entre otros, el magisterio perdido.
¿Qué o quién impulsó a las nuevas autoridades a depurar y a ejecutar a maestros y profesores, prácticamente a la vez que la contienda tenía lugar, constituyendo uno de los aspectos más terribles de la guerra, sobre todo en la retaguardia? La depuración de los maestros constituyó un objetivo primordial dentro del proyecto social y político de la nueva clase de poder. La escuela, y su control, representó un pilar básico en la construcción del nuevo Estado nacional-católico y la Iglesia fue su representante.
El creciente prestigio social del maestro durante la República amenazaba con oscurecer la figura del párroco disminuyendo la notoriedad que hasta entonces había tenido en la comunidad, sobre todo, rural. El movimiento de renovación republicano iba calando. La escuela pública laica y moderna iba despertando conciencias sociales a la vez que desestabilizaba el poder de la Iglesia. Actividades musicales, teatrales, excursiones, colonias infantiles, bibliotecas, entre otras, eran el ideario pedagógico de la Institución de Libre Enseñanza, odiada y temida por el clero, a la vez que las escuelas libertarias se convertían en centros de irradiación cultural al margen de la Iglesia.
El deseo de venganza y revancha fue tan fuerte que puede hablarse de una auténtica caza de brujas contra todos los maestros que se hubieran mostrado ilusionados con su trabajo. Todo el historial académico y vital de un profesor, reducido a unos rasgos básicos.
Aquella tentativa pedagógica creo que supera con creces la actual por la coyuntura y el resultado que tuvo. Aunque de aquellos lodos?