Hace tiempo que al contestar a qué me dedico, cuando digo ama de casa me siento incómoda, como si esto no fuera importante. Siento que en esta sociedad de la incorporación de la mujer al mundo laboral, en la que luchan por optar a puestos y sueldo equiparables a los hombres, lo que hago no tiene valor. Porque, además, el trabajo de ama de casa es pesado, rutinario, aburrido y desagradecido... y un montón de adjetivos no mucho mejores.

A mis hijas las animo fervientemente a que estudien y se formen para que en un futuro puedan defenderse en la vida como personas emancipadas, que no tengan que depender de nadie y no descarto que yo misma, cuando pasen unos años, me reencuentre con los estudios.

Pero de la misma manera, también siento que la labor que hacen un montón de mujeres al igual que yo es muy importante... más de lo que nos creemos. Y siento que no se le da el valor que en el fondo tiene. Creo que si cumples bien con tu función de madre y ama de casa, cooperas a que tu familia sea feliz y si eso al final se traduce en buenas personas con valores positivos, esta sociedad saldrá ganando.

Me fijo en países, que se suponen más avanzados desde hace muchos años, en los que los niños cuando regresan a casa después del colegio, se encuentran con la comida en el microondas y toda la tarde solos pudiendo hacer lo que quieran, bajo su propia responsabilidad. Y ahora te enteras de que muchos de estos eligieron el camino de la delincuencia.

Por eso quiero pensar que, si bien no soy una médico que cura o una abogada que defiende, soy ama de casa y madre que cuida de los suyos, en definitiva, nuestros.