he visto en la televisión un reportaje sobre afinadores de pianos. Dicen que los pianos necesitan ser afinados y revisados por lo menos una vez al año. Hay que ajustarlos, volverlos a su ser. Viendo el reportaje pensaba en que buena falta nos haría a las personas también ser afinadas de vez en cuando. Buena falta nos haría dejar de funcionar por unas horas al menos, dejar de tocar frenética y sucesivamente nuestras teclas como hacemos, sin saber muchas veces qué nota estamos haciendo sonar. Parar y ser tranquilamente revisados, frenar para poder pasar la ITV, privilegio que guardamos para nuestros coches y que no concedemos a nuestra persona. Y no me refiero a un chequeo médico -al que algunas personas ya tienen derecho anualmente en sus empresas-, me refiero a un chequeo del alma, de los deseos, del plan de vida que llevamos. A un reajuste entre lo que queríamos y lo que hemos llegado a ser. Un volver a colocar en su sitio aquellas piezas que un día nos hicieron soñar sólo con el sonar de una nota y cuyo sonido, hoy, recuerda más al de una monótona cadena industrial. Una revisión que nos permita hacer un cálculo de la distancia que hay entre los sueños que un día tuvimos y lo que nuestro conformismo hoy nos permite desear. Qué afortunados los pianos que tienen quién los afine. Me temo que no existe nadie que se dedique a afinar a las personas a domicilio, que sólo cada persona es capaz de afinarse a sí misma, porque sólo cada uno y cada una conoce los acordes que ha ido tocando en los últimos años, y los que ha dejado sin tocar. Sólo cada persona sabe cuáles son las teclas que corren el peligro de roñarse, de quedarse inservibles. No nos paramos a afinarnos, y no creo que la falta de tiempo sea el problema. Creo que es más cuestión de valor, porque quizá sea el miedo a encontrarnos con una sinfonía desafinada y equivocada lo que nos impide parar a escucharnos. Aunque sólo sea una vez al año, como los pianos.