el pasado fin de semana y por aquello de querer romper una inercia levemente negativa en lo que al modo de vida se refiere, decidí encomendar mi cuerpo al deporte. De tal manera que el mismo viernes por la mañana, bien temprano y acompañado de mi amigo Calambres, tomé rumbo al Gorbea. Ligeramente soleado y con temperatura agradable, se presentaba como un día propicio para hacer monte. No habíamos caminado una hora cuando a medio trayecto nos topamos con cuatro soldados del Ejército. Bien pertrechados, nos pidieron sendos carnés de identidad. Obviamente, mi amigo y yo no llevábamos identificación alguna y así se les hizo saber. Respondieron al unísono, que sin carné no había Gorbea y que nos abstuviéramos de seguir la senda. Indignados por el esperpento, decidimos bajar hasta el pueblo más cercano y darnos un atracón de alubias a modo de desagravio. Primer intento deportivo frustrado. El sábado por la noche opté por calzarme los patines. Fuera del mundanal ruido, empecé a recorrer el cinturón de la ciudad, paisaje inhóspito si no fuera por la intermitente pero terca presencia de prostitutas de sonrisa obligada. Las saludé como bien pude y seguí, voluntarioso, mi camino. Qué sensación de libertad patinar en soledad por la Avenida del Zadorra. Así pensaba hasta que una especie de patrulla fantasma de la Policía municipal se me atravesó en la carretera. Exceso de velocidad, adujeron. Y ahí se quedaron mis patines, inmóviles, calzados hasta que alguien resuelva pagar la multa. Segundo intento frustrado. Negándome a dar mi brazo a torcer, decidí el domingo bañarme en la piscina del barrio. Tras media hora de nado vigoroso, salí de la pileta un tanto mareado de modo que fui a parar al vestuario equivocado, creándose ante mi presencia gran alboroto. Parece que era la octava vez que erraba este mes, por lo que tengo prohibido el baño indefinidamente. Lo dejo. Habéis ganado. No pienso hacer deporte en un tiempo.